(Fragmentos tomados de Juego de Tronos, George R. Martin)
TYRION
En algún punto del gran laberinto de piedra que era Invernalia, un lobo aullaba. El sonido ondeaba en el castillo como una bandera de luto.
Tyrion Lannister alzó la vista de los libros y se estremeció, aunque la biblioteca era cálida y acogedora. El aullido de un lobo tenía una cualidad que arrancaba al hombre de su lugar y su tiempo, y lo abandonaba en un bosque oscuro de la mente, corriendo desnudo ante la manada.
El lobo aulló de nuevo, y Tyrion cerró el pesado libro con cubiertas de cuero que había estado leyendo, un tratado de hacía un siglo acerca del cambio de las estaciones, escrito por un maestre que llevaba mucho tiempo muerto. Ocultó un bostezo con el dorso de la mano. La lamparilla parpadeaba, estaba a punto de quedarse sin aceite, y la luz del amanecer empezaba a filtrarse por las altas ventanas. Se había pasado la noche leyendo, pero no era ninguna novedad. Tyrion Lannister no era de los que necesitan mucho sueño.
Al bajarse del banco se dio cuenta de que tenía las piernas rígidas y doloridas. Se las masajeó para activar la circulación, y cojeó hacia la mesa sobre la que el septon roncaba suavemente con la cabeza apoyada en el libro abierto ante él. Tyrion leyó el título. Una biografía del Gran Maestre Aethelmure, aquello lo explicaba todo.
—Chayle —llamó con suavidad.
El joven alzó la cabeza bruscamente y parpadeó, confuso. Llevaba una cadena de plata en el cuello de la que colgaba el cristal de su orden.
—Voy a ver qué desayuno. Encárgate de volver a poner los libros en los estantes. Ten cuidado con los pergaminos valyrianos, están muy secos. El Máquinas de guerra de Ayrmidon es muy poco común, tienes el único ejemplar completo que he visto en mi vida.
Chayle, todavía medio dormido, lo miró con asombro. Tyrion le repitió las instrucciones pacientemente, dio una palmadita en el hombro al septon y lo dejó dedicado a sus quehaceres.
DAENERYS
Dany jamás se había sentido tan sola como
allí, sentada en medio de aquella vasta horda. Su hermano le había ordenado que
sonriera, así que sonrió hasta que le dolieron los músculos de la cara y las
lágrimas le asomaron a los ojos. Hizo todo lo posible por ocultarlas, porque
sabía lo mucho que se enfadaría Viserys si la veía llorar, y también porque la
aterraba la posible reacción de Khal Drogo. Los esclavos ponían ante ella
trozos de carne humeante, gruesas salchichas asadas y empanadas dothrakis de
morcilla, y más tarde frutas, compota de hierbadulce y delicados pastelillos de
las cocinas de Pentos, pero ella lo rechazaba todo. Tenía el estómago del
revés, y sabía que no podría retener nada.
No tenía con quién hablar. Khal Drogo gritaba
órdenes y chanzas a sus jinetes de sangre, y se reía con sus respuestas, pero apenas
si miraba a Dany. No tenían un idioma común. Ella no entendía ni una palabra de
dothraki, y el khal apenas
sabía unas cuantas palabras del desvirtuado valyriano de las Ciudades Libres y
ninguna de la lengua común de los Siete Reinos. Hasta habría agradecido la
posibilidad de conversar con Illyrio y con su hermano, pero estaban demasiado
abajo para oírla.
Así que permaneció allí sentada, con sus
ropajes de seda, con una copa de vino endulzado con miel en las manos, sin
atreverse a comer nada, hablando consigo misma.
—Soy de la sangre del dragón —se decía—. Soy
Daenerys de la Tormenta, de la sangre y la semilla de Aegon el Conquistador.
EDDARD
EDDARD
El rey soltó una carcajada que sonó como un
rugido. El ruido sobresaltó a una bandada de cuervos, que salieron volando de
entre la hierba y batieron las alas en el aire, enloquecidos.
—¿Crees que debo desconfiar de Lannister
porque se sentó un rato en mi trono? —Las carcajadas sacudían su cuerpo—. Jaime
tenía diecisiete años, Ned, era poco más que un niño.
—Niño u hombre, no tenía derecho a ese trono.
—Puede que estuviera cansado —sugirió Robert—.
Matar reyes es un trabajo agotador. Y bien saben los dioses que en esa maldita
sala no hay otro sitio donde poner el culo. Y por cierto, te dijo la verdad, es
una silla incomodísima. En más de un sentido. —El rey sacudió la cabeza—.
Bueno, ahora que ya conozco el terrible pecado de Jaime, podemos olvidarnos de
este asunto. Estoy harto de secretos, de trifulcas y de asuntos de estado, Ned.
Es tan aburrido como contar calderilla. Venga, vamos a cabalgar, que en los
viejos tiempos lo hacías bien. Quiero volver a sentir el viento en el rostro.
Espoleó a su caballo y emprendió el galope
sobre el túmulo, dejando a su espalda una lluvia de tierra.
Durante un momento Ned no lo siguió. Se había
quedado sin palabras, y lo invadía una sensación abrumadora de impotencia. Se
preguntó, no por primera vez, qué hacía allí, por qué había llegado hasta donde
estaba. Él no era un Jon Arryn, dispuesto a reprimir las locuras de su rey y a
inculcarle sabiduría. Robert haría lo que le viniera en gana, como había hecho
siempre, y nada que Ned dijera o hiciera tendría importancia. Su lugar estaba
en Invernalia. Su lugar estaba con Catelyn en aquel momento de dolor, y con
Bran.
Pero no siempre era posible estar en el lugar
que le correspondía a cada uno, meditó. Eddard Stark, resignado, espoleó a su
caballo y emprendió la marcha en pos del rey.
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