lunes, 6 de abril de 2015
Las penas del Joven Werther
1 de diciembre
¡Oh, Guillermo! Ese hombre de que te he hablado, ese desdichado feliz,
tenía un empleo en casa del padre de Carlota y una desgraciada pasión
que concibió por ella, ¡por ella!, pasión que ocultó mucho tiempo y que
al fin descubrió, lo hizo perder el juicio. Éste ha sido el origen de su
locura. Estas pocas palabras, llenas de sequedad, pueden hacer que
entiendas lo que esta historia me habrá trastornado, cuando Alberto me
la contó con la frialdad con que quizá tú la leerás.
4 de diciembre
Te imploro piedad de mí, porque esto es hecho; ya no podré soportar
más tiempo la situación. Hoy estaba sentado cerca de ella, que tocaba
diferentes melodías en su clave, con un semblante… ¡Con un
semblante! ¿Cómo podría describirla para ti? La más pequeña de sus
hermanas jugaba con sus muñecas sobre mis rodillas. De pronto, se me
salieron las lágrimas y bajé la cabeza; vi entonces en su dedo el anillo
de boda y mi llanto fue más abundante. En aquel mismo instante
comenzó a tocar la antigua melodía que tanta impresión me provocaba
y mi corazón sintió una especie de consuelo, recordando el tiempo en
que aquella música había herido mis oídos con placer; tiempo de
felicidad en que las penas no abundaban; horas de esperanza que
pronto huyeron. Me levanté y comencé a pasearme por la habitación sin
orden. Me ahogaba.
-¡Basta -dije-; basta por Dios!
Carlota se detuvo y me miró interrogante.
-Werther -dijo con una sonrisa que me traspasó el corazón-, muy malo
debes estar cuando tu música predilecta te desgarra así. Retírate, te lo
suplico, y trata de recuperar la calma.
Me separé de ella y… ¡Dios mío! Tú que ves mi sufrimiento, tú debes
terminarlo.
6 de diciembre
Su imagen me persigue: que duerma o que vele, ella sola llena toda mi
alma. Cuando cierro los ojos, en el cerebro, donde se halla la potencia
de la vista, distingo con claridad sus ojos negros. No puedo explicarme
esto. Me duermo y los veo también: siempre están ahí, fascinantes como
el abismo. Todo mi ser, todo, no puede separarse de ellos.
¿Qué es el hombre, ese semidiós ensalzado? ¿No le falta la fuerza
cuando más la necesita? Y cuando abre las alas en el cielo de los
placeres, lo mismo que cuando se sumerge en la desesperación, ¿no se
ve siempre detenido y condenado a convencerse de que es débil y
pequeño, él, que esperaba perderse en el infinito?
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