viernes, 9 de octubre de 2015

Sobre el Hipérbaton



16. UNA POESÍA EXPERIMENTAL

En el uso del hipérbaton, Góngora fue Maradona, el non plus ultra de las trasposiciones. Hay quienes dicen que hasta se le fue la mano. Lo cierto es que a nosotros,poco familiarizados con el saber de su época, nos cuesta leerlo a primera vista. Y también a segunda vista. “Es necesario profundizar”, explican los que saben. Y tienen razón: podemos entrar en los vericuetos gongorinos sólo gracias a los estudios de eruditos como Dámaso Alonso, que solía cumplir con la hazaña de recitar de memoria las sesenta y tres estrofas de la Fábula de Polifemo y Galatea. Pero, dejando a un lado el libro Guinness, me gustaría comentar un momento del Polifemo para mostrar, en la próxima nota, cómo valernos del hipérbaton. Veamos la descripción de la caverna del cíclope:

De este, pues, formidable de la tierra
bostezo, el melancólico vacío
a Polifemo, horror de aquella sierra,
bárbara choza es, albergue umbrío.

Clarísimo, ¿verdad?

Hablando en serio, me detendré en la “traducción” de los versos, para que se entienda mejor lo que diré acerca de aquel formidable de la tierra bostezo. Según la versión de Dámaso Alonso, Góngora acaba de expresar esto:

El triste hueco de este formidable bostezo de
la tierra (el hueco de esta enorme gruta) sirve al
gigante Polifemo, horror y espanto de aquellos
montes, de bárbara choza, de sombrío albergue [...]

Los comentaristas destacan la violencia del hipérbaton; el orden lógico sería “formidable bostezo de la tierra”, para significar “el agujero de la gruta”, como apuntó Alonso en su versión en prosa. Pero hay algo más: la ruptura que se produce entre la última palabra del primer verso (“tierra”) y la primera del segundo (“bostezo”), crea una pausa que se acomoda al movimiento fisiológico de... un bostezo.

De este, pues, formidable de la tierra
bostezo, el melancólico vacío

¿Qué tal?
Cosas del barroco.
Como bien dijo Alonso:

"Góngora partía de la gran libertad —tan expresiva— que la frase castellana tiene para el
orden de sus voces. Pero exageró esa libertad en términos intolerables fuera de su propio arte. Con
la poesía gongorina estamos ya en un límite experimental."

En la nota siguiente veremos cómo se puede trabajar con el hipérbaton hoy, casi cuatrocientos años después de Góngora.

17. LAS VUELTAS QUE TIENE LA FRASE

Sin llegar a cometer las monstruosidades —o genialidades, según se vea— de Góngora, hoy se puede escribir con el mismo espíritu, con la misma intención de expresar las ideas mediante las palabras más adecuadas. A veces la palabra justa puede cobrar nuevo significado, puede fortalecerse con una simple torsión. Lo descubriremos leyendo el final de “La madre de Ernesto”, de Abelardo Castillo, un cuento ya clásico de nuestra literatura. Si no conocen la historia, no se preocupen: no voy a arruinarles la fiesta, como hacen aquellos impertinentes que ya vieron la película y nos adelantan lo que sucederá. Si quieren
leer el texto de Castillo antes de seguir, “La madre de Ernesto” los espera detrás de Las otras puertas, primer libro de relatos de este brillante autor.

¿Ya están ahí?

"Después pareció haber entendido oscuramente
algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante.
Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado
algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo."

Presten atención al hipérbaton de la última línea. Degusten la caída de la frase, que también se apoya en
la repetición de la palabra “dijo”. Hay un tono en ese “Cerrándose el deshabillé lo dijo” que contiene la emoción del narrador: él estuvo ahí, junto a la madre de Ernesto, en medio de esa circunstancia que ustedes ya sabrán...y nos lo cuenta, provocando también nuestro sentimiento.

A pesar de que las palabras son las mismas, no da igual decir:

"Cerrándose el deshabillé lo dijo."

que

"Lo dijo cerrándose el deshabillé."

Por una finalidad estética se ha alterado el orden lógico de la frase.
Trasposición, como en los tiempos de Góngora.
Pero en prosa, y escribiendo.

domingo, 4 de octubre de 2015

Decálogo del Cuentista


Julio Ramón Ribeyro, escritor peruano, como lo hiciera Horacio Quiroga , estableció diez pautas para elaborar una excelente narración breve. Es que, al contrario de lo que muchos asumen, escribir un cuento exige mayor rigor que la novela. Julio Cortázar dijo alguna vez que la novela gana por puntos y el cuento por nocaut. En definitiva, el cuento debe impactar en pocas palabras. Su imperativo es la concisión. El decálogo de Ribeyro debiera servir de referente para todo novel escritor.

DIEZ PASOS

I. El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector a su vez pueda contarlo.

II. La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real, debe parecer inventada y si es inventada, real.

III. El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.

IV. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no existe como cuento.

V. El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin ornamentos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.

VI. El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.

VII. El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, informe, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.

VIII. El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.

IX. En el cuento no debe haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.

X. El cuento debe conducir necesaria e inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado.

sábado, 19 de septiembre de 2015

El collar (Cuento Realista)

(Por: Guy de Maupassant)




Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.

Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.

No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!

Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.

Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.

-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.

Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:

"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio."

En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:

-¿Qué haré yo con eso?

-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.

Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:

-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?

No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:

-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...

Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.

El hombre murmuró:

-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?

Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:

-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.

Él estaba desolado, y dijo:

-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?

Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.

Respondió, al fin, titubeando:

-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.

El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.

Dijo, no obstante:

-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.

El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:

-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.

Y ella respondió:

-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.

-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.

Ella no quería convencerse.

-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.

Pero su marido exclamó:

-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.

La mujer dejó escapar un grito de alegría.

-Tienes razón, no había pensado en ello.

Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.

La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:

-Escoge, querida.

Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:

-¿No tienes ninguna otra?

-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.

De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.

Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.

Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:

-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.

-Sí, mujer.

Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.

Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.

Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.

Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.

Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.

Loisel la retuvo diciendo:

-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.

Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.

Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.

Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.

Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.

La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.

Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:

-¿Qué tienes?

Ella se volvió hacia él, acongojada.

-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.

Él se irguió, sobrecogido:

-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!

Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.

Él preguntaba:

-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?

-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.

-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.

-Debe estar en el coche.

-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?

-No. Y tú, ¿no lo miraste?

-No.

Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.

-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.

Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.

Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.

Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.

Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.

Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.

-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.

Ella escribió lo que su marido le decía.

Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.

Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:

-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.

Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.

El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:

-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.

Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.

Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.

Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.

Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.

Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.

Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:

-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.

No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?

La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.

Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.

Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.

El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.

Y vivieron así diez años.

Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.

La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.

¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!

Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.

Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.

Se puso frente a ella y dijo:

-Buenos días, Juana.

La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:

-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...

-No. Soy Matilde Loisel.

Su amiga lanzó un grito de sorpresa.

-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...

-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...

-¿Por mí? ¿Cómo es eso?

-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?

-¡Sí, pero...

-Pues bien: lo perdí...

-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!

-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.

La señora de Forestier se había detenido.

-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?

-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.

Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:

-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...

FIN

Carta a Cortázar de Susana Rinaldi

Artefacto de papel




Hoy se me acercó mi sobrino Marco con un sacapiojos, de esos mismos que uno solía hacer, en sus épocas de colegio, cuando estaba aburrido en clase. Me dijo que escogiera un número: opté por el nueve, número imperfecto que desafiaba al movimiento metódico del artificio-fábrica de insultos y adjetivaciones.


Luego de girar nueve veces, un poco acelerado, el rudimentario mecanismo de papel, se quedómirándome pensativo un momento, como si intentará recordar que debía hacer a continuación. Finalmente, abrió sus ojos de par en par y me dijo: "Tío, escoge un color".

El papel con apenas algunos rayones rizomáticos de varios colores ofrecía ocho posibles elecciones, ocho posibilidades de recibir un calificativo apropiado. Escogí el rojo. Mi sobrino se puso presto a abrir el fragmento y leer el contenido interno del color del fuego, los dragones chinos y el aji.

Me preparé para el juego. Conocía sus reglas muy bien. Esperaba recibir un : "eres tan feo que tu mamá no te quiere" "tienes cara de orangután" "Tus pies huelen a pecueca" o alguna referencia escatológica de las que prevalecen en los infantes. Así era el juego, una burla, un modo de decirle al otro: "No te tomo en serio, después de todo, la vida es un juego y yo lo sé".

Marco leyó: "Eres un reloj que no sabe contar las horas"

En un primer momento no supe como reaccionar, me quedé absorto ante la revelación del enigma. No me lo esperaba. No supe que decir. Luego empece a tomar consciencia de lo que había pasado. Me encontraba ante un acto poético, uno de los más sublimes, si se me permite este adjetivo desgastado por algunos poetas decimonónicos.

¿Qué era, después de todo, un reloj que no sabía contar las horas? es una cosa que ha perdido su función, la acción práctica que le define, la "cosidad de la cosa" (como pensaba Heidegger). ¿A qué puede dedicarse un reloj que no sabe contar las horas? supongo que le toca jubilarse, comprar un predio en el Retiro, si vivió lo suficiente, o retirarse a pedir limosna, tuercas y engranajes a los otros relojes, quienes lo mirarán con asco y pavor. Algo permanece en las dos situaciones: el reloj observará el horizonte infinito sumergido en la melancolía. De su rostro ya no fluirán lágrimas, sino números desteñidos y un instante eterno: la última hora que marcó. El tedio le obligará a ahorcarse con sus propias manecillas.

Es ciertamente una visión terrible.

¿Qué es un poeta que no sabe escribir poesía?
¿Qué es un soldado que no sabe disparar?
¿Qué es un carpintero que no sabe trabajar la madera?
¿Qué es un sol que no genera ni luz ni calor?
¿Qué es un payaso que no sabe sacar sonrisas?
¿Qué es un demiurgo que no sabe crear?

Y entonces debo reconocerlo:

Hoy, Marco, pequeño mío. Me has ganado. No lo sabes. Pero hoy fuiste inmenso. Lograste sacudirme un poco con tu artefacto de papel.

(Por: Daniel Acevedo)

Microrrelatos

Comparto con ustedes algunos ejemplos de microrrelatos:







FIN DEL MUNDO DEL FIN

Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas; entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las
maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones y los impresos llegan ya a orillas del mar. El presidente de la República habla por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios, etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente, aunque viscoso, que sube diariamente algunos metros y que terminará por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones, etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos, donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz, etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y baldosas, etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelineas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos, o sea los transatlánticos, donde se han
refugiado los presidentes de las repúblicas y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente y de capitán a capitán.

(Historias de Cronopios y Famas- Julio Cortázar)




La rana que quería ser una rana auténtica


Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

(Obras completas- Augusto Monterroso)





El hombre que aprendió a ladrar


Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.

¿Cómo amar entonces sin comunicarse?

Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.

Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?". La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano."

(Mario Benedetti)

martes, 28 de julio de 2015

Taller de Poesía "Escritura Innombrable"




Estimados lectores de la revista,

A aquellos que vivan en el oriente antioqueño queremos invitarlos, muy especialmente, a un taller de poesía que se va a hacer en el municipio del Retiro el día jueves 30 de julio. 

Hoy más que nunca, en una Sociedad permeada por la violencia, se hace necesario potenciar la sensibilidad poética como una forma de encontrarnos con el otro y con nosotros mismos. Se busca generar nuevas lecturas del espacio y de nuestro entorno social, además de potenciarse la creación como una habilidad necesaria en nuestro diario vivir.

Los poetas invitados hablarán desde su experiencia y producción artística del diálogo que han establecido con el lápiz y el papel: una representación del mundo, de su mundo, a través del lenguaje y su riqueza. Nos compartirán algunos de sus poemas y anécdotas relacionadas con su ejercicio poético.

Luego de ello se darán una serie de herramientas y ejercicios para los asistentes para que se acerquen a la poesía, se dejen llevar por sus flujos, sus recuerdos, sus emociones, sus olvidos, sus silencios. Todo ello para generar una explosión: la génesis del poema.