viernes, 9 de mayo de 2014

La muerte del autor


(Por: Roland Barthes)







Balzac, en su novela Sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer,
escribe lo siguiente: “Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales,
sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza
de sentimientos”. ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en
ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la
experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac,
haciendo profesión de ciertas ideas “literarias” sobre la feminidad? ¿La sabiduría
universal? ¿La psicología romántica? Jamás será posible averiguarlo, por la sencilla
razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es
ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro
en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del
cuerpo que escribe.

Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines
intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en
definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura,
la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. No
obstante, el sentimiento sobre este fenómeno ha sido variable; en las sociedades
etnográficas, el relato jamás ha estado a cargo de una persona, sino de un mediador,
chamán o recitador, del que se puede, en rigor, admirar la “performance” (es decir, el
dominio del código narrativo), pero nunca el “genio”. El autor es un personaje moderno,
producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida que ésta, al salir de la
Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la
Reforma, descubre el prestigio del individuo o dicho de manera más noble, de la
“persona humana”. Es lógico, por lo tanto, que en materia de la literatura sea el
positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido la
máxima importancia a la “persona” del autor. Aún impera el autor en los manuales de
historia literaria, las bibliografías de escritores, las entrevistas en revistas, y hasta en la
conciencia misma de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su
obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la
cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus
gustos, sus pasiones; la crítica aún consiste, la mayoría de las veces, en decir que la obra
de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la
de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha
producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la ficción, fuera,
en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría
entregando sus “confidencias”

Aunque todavía sea muy poderoso el imperio del Autor (la nueva crítica lo único
que ha hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún tiempo que
se han sentido tentados por su derrumbamiento. En Francia ha sido, sin duda, Mallarmé
el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir por el propio
lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para él, igual que para
nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a
través de una previa impersonalidad –que no se debería confundir en ningún momento
con la objetividad castradora del novelista realista– ese punto en el cual sólo el lenguaje
actúa, “performa”1, y no “yo”: toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor
en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es devolver su sitio al lector). Valéry,
completamente enmarañado en una psicología del Yo, edulcoró mucho la teoría de
Mallarmé, pero al remitir, por amor al clasicismo, a las lecciones de la retórica, no dejó
de someter al Autor a la duda y la irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y como
“azarosa” de su actividad, y reivindicó a lo largo de sus libros en prosa la condición
esencialmente verbal de la literatura, frente a la cual cualquier recurso a la interioridad
del escritor le parecía pura superstición. El mismo Proust, a pesar del carácter
aparentemente psicológico de lo que se suele llamar su análisis, se impuso de modo
claro como tarea el emborronar inexorablemente, gracias a una extremada sutilización,
la relación entre el escritor y sus personajes: al convertir al narrador no en el que ha
visto y sentido, ni siquiera en el que está escribiendo, sino en el que va a escribir (el
joven de la novela –pero, por cierto, ¿qué edad tiene y quién es ese joven?– quiere
escribir, pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura),
Proust ha hecho entrega de su epopeya a la escritura moderna: realizando una inversión
radical, en lugar de introducir su vida en su novela, como tan a menudo se ha dicho,
hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue su propio libro, de tal modo que nos
resultara evidente que no es Charlus el que imita a Montesquieu, sino que Montesquieu,
en su realidad anecdótica, histórica, no es sino un fragmento secundario, derivado, de
Charlus. Por último, el Surrealismo, ya que seguimos con la prehistoria de la
modernidad, indudablemente, no podía atribuir al lenguaje una posición soberana, en la
medida que el lenguaje es un sistema, y que lo que este movimiento postulaba,
románticamente, era una subversión directa de los códigos –ilusoria, por otra parte, ya
que un código no puede ser destruido, tan sólo es posible “burlarlo”–; pero al
recomendar de modo incesante que se frustraran bruscamente lo sentidos esperados (el
famoso “sobresalto” surrealista), al confiar a la mano la tarea de escribir lo más aprisa
posible lo que la mente misma ignoraba (eso era la famosa escritura automática), al
aceptar el principio y la experiencia de una escritura colectiva, el Surrealismo
contribuyó a desacralizar la imagen del Autor. Por último fuera de la literatura en sí (a
decir verdad, estas distinciones están quedándose caducas), la lingüística acaba de
proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento analítico precioso, al mostrar
que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin

que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el
autor nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es otra cosa
sino el que dice yo: el lenguaje conoce un “sujeto”, no una “persona”, y ese sujeto,
vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para
conseguir que el lenguaje se “mantenga en pie”, o sea, para llegar a agotarlo por
completo.

El alejamiento del Autor (se podría hablar, siguiendo a Brecht, de un auténtico
“distanciamiento”, en el que el Autor se empequeñece como una estatuilla al fondo de la
escena literaria) no es tan sólo un hecho histórico o un acto de escritura: transforma de
cabo a rabo el texto moderno (o –lo que viene a ser lo mismo– que el autor se ausenta
de él a todos los niveles). Para empezar, el tiempo ya no es el mismo. Cuando se cree en
el Autor, éste se concibe siempre como el pasado de su propio libro: el libro y el autor
se sitúan por sí solos en una misma línea, distribuida en un antes y un después: se
supone que el Autor es el que nutre al libro, o sea, que existe antes que él, que piensa,
sufre y vive para él; mantiene con su obra la misma relación de antecedente que un
padre respecto a su hijo. Por el contrario, el escritor moderno nace a la vez que su texto;
no está provisto en absoluto de un ser que preceda o exceda su escritura, no es en
absoluto el sujeto cuyo predicado sería el libro; no existe otro tiempo que el de la
enunciación, y todo texto está escrito eternamente aquí y ahora. Es que (o se sigue que)
escribir ya no puede seguir designando una operación de registro, de constatación, de
representación, de “pintura” (como decían los Clásicos), sino que más bien es lo que los
lingüistas, siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman un performativo, forma verbal
extraña (que se da exclusivamente en primera persona y presente) en la que la
enunciación no tiene más contenido (más enunciado) que el acto por el cual ella misma
se profiere: algo así como el Yo declaro de los reyes o el Yo canto de los más antiguos
poetas; el moderno, después de enterrar al Autor, no puede ya creer, según la patética
visión de sus predecesores, que su mano es demasiado lenta para su pensamiento o su
pasión, y que, en consecuencia, convirtiendo la necesidad en ley, debe acentuar ese
retraso y “trabajar” indefinidamente la forma; para él, por el contrario, la mano, alejada
de toda voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción (y no de expresión), traza un
campo de origen, o que, al menos, no tiene más origen que el mismo lenguaje, es decir,
exactamente eso que no cesa de poner en duda todos los orígenes.

Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de
las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje
del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan
y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un
tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. Semejante a Bouvard y
Pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a la vez, cuya profunda ridiculez
designa precisamente la verdad de la escritura, el escritor se limita a imitar un gesto
siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras,
llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque quiera expresarse, al menos debería saber que la “cosa” interior que tiene
la intención de “traducir” no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto, en el
que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras palabras, y así
indefinidamente: aventura que le sucedió de manera ejemplar a Thomas de Quincey
cuando joven, que iba tan bien en griego que para traducir a esa lengua ideas e imágenes
absolutamente modernas, según nos cuenta Baudelaire, “había creado para sí mismo un
diccionario siempre a punto y de muy distinta complejidad y extensión del que resulta
de la vulgar paciencia de los temas puramente literarios” (Los paraísos artificiales);
como sucesor del Autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos,
impresiones, sino ese inmenso diccionario del que extrae una escritura que no puede
pararse jamás: la vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es
más que un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente.

Una vez alejado del Autor, se vuelve inútil la pretensión de “descifrar” un texto.
Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último,
cerrar la escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende
dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, la
historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el texto se
“explica”, el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no hay nada asombroso en el
hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni
tampoco el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que
el Autor. En la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar pero nada por
descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede reseguir (como un punto de media
que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un fondo; el espacio
de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la escritura instaura sentido sin
cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: precede a una exención sistemática del
sentido. Por eso mismo, la literatura (sería mejor decir la escritura, de ahora en adelante),
al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un “secreto”, es decir, un
sentido último, se entrega a una actividad que se podría llamar contrateología,
revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del sentido, es, en definitiva,
rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley.

Volvamos a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna “persona”) la está
diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura. Otro
ejemplo, muy preciso, puede ayudar a comprenderlo: recientes investigaciones (J. P.
Vernant) han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia
griega; en ésta, el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo
comprende de manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo
“trágico”); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras por su
duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que
están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector (en este caso el oyente).
De esta manera se desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por
escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un
diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda
esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector:
el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas
que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su
destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin
historia, sin biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en
un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. Y esta es la razón por la
cual nos resulta risible oír cómo se condena la nueva escritura en nombre de un
humanismo que se erige, hipócritamente, en campeón de los derechos del lector. La
crítica clásica no se ha ocupado del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre
que el que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no caer en la trampa de esa
especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente a favor
de lo que precisamente ella misma está apartando, ignorando, sofocando o destruyendo;
sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el
nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.

Manteia, 1968

viernes, 2 de mayo de 2014

Ejemplos de Narradores

NARRADOR HOMODIEGÉTICO PROTAGONISTA:

Yo me creo capaz de capear un temporal, de inyectar cianuro y de lidiar un sida, pero un sida con Loca no. Esa combinación no la maneja, como dicen en Colombia, «ni el Putas». «El Putas» sería el que fuera capaz y yo no soy. El Putas no existe pues, y si no que venga a probarlo en esta casa.

Yo bajaba y subía y bajaba y subía por esa escalera empinada de atrás de que les he hablado, donde unas veces abajo, otras arriba, se instalaba la Muerte a cagarse de risa viéndome bajar sábanas sucias que lavaba en la lavadora, que tendía al sol a secarse, y que volvía a subir para que la imparable diarrea del enfermo las volviera a ensuciar. Y el Papa, que es tan bueno, tan útil, tan santo, ¿dónde está que no viene a ayudar? Y maldecía del zángano impostor y su madre. Las carcajadas de la Muerte, pese al tiempo transcurrido, aún me retumban en los tres huesitos del oído medio: el martillo, el yunque y el estribo.

-¿Se te antoja ya el pescadito? -le preguntaba a Darío que llevaba tres días con sus noches de diarrea sin dormir ni comer.

Que si, me decía desfalleciente con la cabeza y yo, sin perder un segundo, bajando a tumbos la escalera corría a prepararle el pescado que le había comprado la víspera y que tenía descongelándose desde por la mañana en el fregadero de la cocina en espera de que quisiera comer: no estaba, desapareció.

-¿Y dónde está el pescado que dejé aquí -gritaba yo desde abajo como un loco, desesperado.
-Yo lo guardé -contestaba desde arriba la Loca-  Está en la nevera.

Y en efecto, ahí estaba, vuelto una piedra, un mamut de la edad glacial. Sin que yo me hubiera dado cuenta, la Loca había bajado a la cocina y había metido el pescado al congelador.

-¿Y quién te mandó meterlo? -le increpaba desde abajo a la maldita vuelto una furia.
-Lo metí para que no se fuera a dañar -contestaba desde arriba la santa-. ¡Yo no sé qué va a ser de esta casa cuando me muera!

La Loca era más dañina que un sida. Sus infinitas manos de caos se extendían hasta los más perdidos rincones de la casa como el pulpo de Víctor Hugo en «Los Trabajadores del Mar». Era la encarnación viviente de las leyes de Murphy: todo en mi casa siempre podía salir mal porque para eso siempre estaba ahí ella, su incontrolable presencia. Así la mano incapaz de alargarse para apagar una lámpara metía solicita el pescado al congelador. Su mano era una pata. No bien acabe este recuento de desdichas, con la venía de Tomás de Aquino y Duns Scotto teólogos y de Kant filósofo, me voy a escribir un tratado de teología inspirado en ella: «Critica de la Maldad Pura». La Loca era el filo del cuchillo, el negror de lo negro, el ojo del huracán, la encarnación de Dios Diablo, y se había confabulado con su engendro del Gran Güevón para matar a mi hermano. Cuando no era ella la que metía el filosófico pescado al congelador se lo comía el engendro, que de tanto alzar pesas vivía hambreado. ¿Y para qué levantaba pesas Cristoloco? ¿Para pegarme a mi? ¡Que se atreviera! Y este su servidor apacible mantenía lista una varilla de hierro para enderezarle al forzudo sus torcidas intenciones cuando se le quisieran expresar.

(Fernando Vallejo- El desbarrancadero)



NARRADOR HOMODIEGÉTICO TESTIGO:

Así, pues, la apariencia física de fray Guillermo era capaz de atraer la atención del observador menos curioso. Su altura era superior a la de un hombre normal y, como era muy enjuto, parecía aún más alto. Su mirada era aguda y penetrante; la nariz afilada y un poco aguileña infundía a su rostro una expresión vigilante, salvo en los momentos de letargo a los que luego me referiré. También la barbilla delataba una firme voluntad, aunque la cara alargada y cubierta de pecas -como a menudo observé en la gente nacida entre Hibernia y Northumbria- parecía expresar a veces incertidumbre y perplejidad. Con el tiempo me di cuenta de que no era incertidumbre sino pura curiosidad, pero al principio lo ignoraba casi todo acerca de esta virtud, a la que consideraba, más bien, una pasión del alma concupiscente y, por tanto, un  alimento inadecuado para el alma racional, cuyo único sustento debía ser la verdad, que (pensaba yo) se reconoce en forma inmediata.

Lo primero que habían advertido con asombro mis ojos de muchacho eran unos mechones de pelo amarillento que le salían de las orejas, y las cejas tupidas y rubias. Podía contar unas cincuenta primaveras y por tanto era ya muy viejo, pero movía su cuerpo infatigable con una agilidad que a mí muchas veces me faltaba. Cuando tenía un acceso de actividad, su energía parecía inagotable. Pero de vez en cuando, como si su espíritu vital tuviese algo del cangrejo, se retraía en estados de inercia, y lo vi a veces en su celda, tendido sobre el jergón, pronunciando con dificultad unos monosílabos, sin contraer un solo músculo del rostro. En aquellas ocasiones aparecía en sus ojos una expresión vacía y ausente, y, si la evidente sobriedad que regía sus costumbres no me hubiese obligado a desechar la idea, habría sospechado que se encontraba bajo el influjo de alguna sustancia vegetal capaz de provocar visiones. Sin embargo, debo decir que durante el viaje se había detenido a veces al borde de un prado, en los límites de un bosque, para recoger alguna hierba (creo que siempre la misma), que se ponía a masticar con la mirada perdida. Guardaba un poco de ella, y la comía en los momentos de mayor tensión (¡que no nos faltaron mientras estuvimos en la abadía!). Una vez le pregunté qué era, y respondió sonriendo que un buen cristiano puede aprender a veces incluso de los infieles. Cuando le pedí que me dejara probar, me respondió que, como en el caso de los discursos, también en el de los simples hay paidikoi, ephebikoi, gynaikeioi y demás, de modo que las hierbas que son buenas para un viejo franciscano no lo son para un joven benedictino.

(Umberto Eco- El nombre de la Rosa)




NARRADOR HETERODIEGETICO OMNISCIENTE:

Luego, en voz baja y como si estuviera hablando consigo mismo:

-Es enojoso -prosiguió-. ¡Qué hallazgo para su majestad, que busca valientes de cualquier sitio para reclutar mosqueteros!

Acababa de terminar cuando D'Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez. El desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia. Pero en el
mismo momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre D'Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una diversión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D'Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión,y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel
que cumplió con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:

-¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que se vaya!
-¡No antes de haberte matado, cobarde! -gritaba D'Artagnan mientras hacía frente lo
mejor que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.
-¡Una gasconada más! -murmuró el gentilhombre-. ¡A fe mía que estos gascones son incorregibles! ¡Continuad la danza, pues que lo quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene bastante.

Pero el desconocido no sabía con qué clase de testarudo tenía que habérselas; D'Artagnan no era hombre que pidiera merced nunca. El combate continuó, pues, algunos segundos todavía; por fin, D'Artagnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en dos trozos. Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y casi desvanecido.

En este momento fue cuando de todas partes acudieron al lugar de la escena. El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados algunos cuidados.

(Alejandro Dumas - los tres mosqueteros)





NARRADOR HETERODIEGETICO INTERNO:

Oliveira le  sonreía amablemente, tirando un poco para arrastrarla hacia la rue de Médicis.

—Usted es demasiado modesto, demasiado reservado —decía Berthe Trépat—. Hábleme de usted, vamos a ver. usted debe ser poeta, ¿verdad? Ah, también Valentin cuando éramos jóvenes... La «Oda Crepuscular«, un éxito en el Mercure de France... Una tarjeta de Thibaudet, me acuerdo como si hubiera llegado esta mañana. Valentin lloraba en la cama, para llorar siempre se ponía boca abajo en la cama, era conmovedor.

Oliveira trataba de imaginarse a Valentin llorando boca abajo en la cama, pero lo único que conseguía era ver a un Valentin pequeñito y rojo como un cangrejo, en realidad veía a Rocamadour llorando boca abajo en la cama y a la Maga tratando de ponerle un supositorio y Rocamadour resistiéndose y arqueándose, hurtando el culito a las manos torpes de la Maga. Al vejo del accidente también le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente reinvindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños obuses rosa verde y blanco. Pero Berthe Trépat no lo dejaba concentrarse, otra vez quería saber de la vida de Oliveira y le apretaba el brazo con una mano y a veces con las dos, volviéndose un poco hacia él con un gesto de muchacha que aún en plena noche lo estremecía. Bueno, él era un argentino que llevaba un tiempo en parís, tratando de... Vamos a ver, ¿qué era lo que trataba de? Resultaba espinoso explicarlo así de buenas a primeras. Lo que él buscaba era...

—La belleza, la exaltación, la rama de oro —dijo Berthe Trépat—. No me diga nada, lo adivino perfectamente. Yo también vine a parís desde Pau, hace ya algunos años, buscando la rama de oro. Pero he sido débil, joven, he sido... ¿Pero cómo se llama usted?
—Oliveira —dijo Oliveira
—Oliveira... Des olives, el Mediterráneo... Yo también soy del Sur, somos pánicos, joven, somos pánicos los dos. No como Valentin que es de Lille. Los del  Norte, fríos como peces, absolutamente mercuriales. ¿Usted cree en la Gran Obra? Fulcanelli, usted me entiende... No diga nada, me doy cuenta de que es un iniciado. Quizá no alcanzó todavía las realizaciones que verdaderamente cuentan, mientras que yo.. Mire la Síntesis, por ejemplo. Lo que dijo Valentin es cierto, la radiestesia me mostraba las almas gemelas, y creo que eso se transparenta en la obra. ¿O no?
—Oh sí.
—Usted tiene mucho karma, se advierte enseguida... —la mano apretaba con fuerza, la artista ascendía a la meditación y para eso necesitaba apretarse contra Oliveira que apenas se resistía, tratando solamente de hacerla cruzar la plaza y entrar por la rue Soufflot. «Si me llegan a ver Etienne o Wong se va a armar una del demonio»,pensaba Oliveira.

(Capitulo 23- Rayuela- Julio Cortázar)





NARRADOR HETERODIEGÉTICO EXTERNO:

Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por los bramidos de júbilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la puerta, tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de pájaros dormidos del comedor, por entre los muebles de mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, pero cuando quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la mano de gavilán carnicero.

«Me agarró toda la panocha -me dijo Divina Flor-. Era lo que hacía siempre cuando me  encontraba sola por los rincones de la casa, pero aquel día no sentí el susto de siempre  sino unas ganas horribles de llorar.» Se apartó para dejarlo salir, y a través de la puerta entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, pero  no tuvo valor para ver nada más. «Entonces se acabó el pito del buque y empezaron a cantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto tan grande, que no podía creerse que hubiera tantos gallos en el pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo.» Lo único que ella pudo hacer por el hombre que nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sin tranca, contra las órdenes de Plácida Linero, para que él pudiera entrar otra vez en caso de urgencia. Alguien que nunca fue identificado había metido por debajo de la puerta un papel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los motivos, y otros detalles muy precisos de la confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar salió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho después de que el crimen fue consumado.

Habían dado las seis y aún seguían encendidas las luces públicas. En las ramas de los almendros, y en algunos balcones, estaban todavía las guirnaldas de colores de la boda, y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los músicos, parecía un muladar de botellas vacías y toda clase de desperdicios de la parranda pública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa, varias personas corrían hacia el puerto, apremiadas por los bramidos del buque.

El único lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde Armenta, la dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo.

Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los asientos, apretando en el  regazo los cuchillos envueltos en periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento para no despertarlos.  Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24 años, y se parecían tanto que costaba trabajo distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena índole», decía el sumario

(Crónica de una muerte anunciada- Gabriel García Márquez)