sábado, 28 de febrero de 2015

EJEMPLOS MONÓLOGOS



CRIMEN Y CASTIGO de Fiódor Dostoyevski (Parte V)

La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.
«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin
conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto
demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están
escupiendo en plena cara.»

Y al pensar esto, temblaba de cólera.

«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no
es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os
arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»
Respiraba penosamente.

«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo
un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que
no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención
oculta... Las cosas que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras
ellas algo que... Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus
palabras se oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado
francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como
un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono...
Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso?
Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el
ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera
guiñado... ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son
suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me
equivocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría
aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además,
Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de
acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí
antes de nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es
preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una
habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir
esto... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio
está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que
había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del
empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo:
ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a
casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que
me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me
marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me estoy
sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de punta... Pero tal
vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo... Ese
hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por qué habré venido?»

Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.
Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.

EL PALACIO DE LAS BLANQUÍSIMAS MOFETAS de Reinaldo Arenas:

Ya está la vieja llamándome. Ya está tratando de buscar lamanera de incomodarme.
Desgraciada. Qué madre me he sacado. Para mí que me persigue. Sí, me persigue. Si
voy a la cocina se mequeda mirándome, como un perro mira a una persona que
estácomiendo. Y enseguida me entra una incomodidad que me dan ganas de tirarle el caldero a la cabeza. Si entro en el cuarto me pregunta qué quiero, que si se me ha perdido algo. Me lo preguntaasí, como si fuera una gatica que no quiere hacer daño. Vieja c…, como si yo no tuviera con lo que tengo para soportar, de ñapa, queme vigilen. ¿Es que piensan que me voy a ir con un hombre?Ojalá. Pero no sé quién va a cargar conmigo, si ya estoy que ni elamolador de tijeras me piropea; y antes, por cierto, hasta mesacaba conversación y todo. Aunque primero muerta que casadacon el
amolador de tijeras. Pero, en fin, el caso es que ya nisiquiera me mira. Y el vendedor de helados hace un siglo que ni pasa por aquí. Ése era otro de mis pretendientes…

ULISES de James Joyce

…y aquellos hombres imprecisos en sus capas dormidos a la sombra en los escalones y
las grandes ruedas de las carretas de bueyes el viejo castillo con miles de años sí y
aquellos guapos moros todos de blanco y con turbantes como reyes invitándote a que te
sentaras en sus pequeñas tiendas y Ronda con las viejas ventanas de las posadas 2 ojos
que miran una celosía oculta para que el amante bese la reja y los ventorrillos medio
abiertos por la noche y las castañuelas y la noche que perdimos el barco en Algeciras y
el sereno de un sitio para otro sereno con su farol y O aquel abismal torrente O y el mar
el mar carmesí a veces como fuego y las puestas de sol gloriosas y las higueras en los
jardines de la Alameda sí y todas aquellas callejuelas extrañas y las casas de rosa y de
azul y de amarillo y las rosaledas y los jazmines y los geranios y las chumberas y el
Gibraltar de mi niñez cuando yo era una Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa
en el pelo como hacían las muchachas andaluzas o me pondré una roja sí y cómo me
besaba junto a la muralla mora y yo pensaba bien lo mismo da él que otro y entonces le
pedí con la mirada que me lo pidiera otra vez sí y entonces me preguntó si quería sí
decir sí mi flor de la montaña y al principio le estreché entre mis brazos sí y le apreté
contra mí para que sintiera mis pechos todo perfume sí y su corazón parecía desbocado
y sí dije sí quiero Sí.

TIEMPO DE SILENCIO de Luis Martín Santos

Solo aquí, qué bien, me parece que estoy encima de todo. No me puede pasar
nada. Yo soy el que paso. Vivo. Vivo. Fuera de tantas preocupaciones, fuera del
dinero que tenía que ganar, fuera de la mujer con la que me tenía que casar,
fuera de la clientela que tenía que conquistar, fuera de los amigos que me tenían
que estimar, fuera del placer que tenía que perseguir, fuera del alcohol que tenía
que beber. Si estuvieras así. Manténte ahí. Ahí tienes que estar. Tengo que estar
aquí, en esta altura, viendo cómo estoy solo, pero así, en lo alto, mejor que antes,
más tranquilo, mucho más tranquilo. No caigas. No tengo que caer. Estoy así
bien, tranquilo, no me puede pasar nada, porque lo más que me puede para es
seguir así, estando donde quiero estar, tranquilo, viendo todo, tranquilo, estoy
bien, estoy bien, estoy muy bien así, no tengo nada que desear.

¿Por qué fui?
No pensar. No hay por qué pensar en lo que ya está hecho. Es inútil intentar
recorrer otra vez los errores que uno ha cometido. Todos los hombres cometen
errores. Todos los hombres se equivocan. Todos los hombres buscan su
perdición por un camino complicado o sencillo. Dibujar la sirena con la mancha
de la pared. La pared parece una sirena. Tiene la cabellera caída por la espalda.
Con un hierrito del cordón del zapato que se le ha caído a alguien al que no
quitaron los cordones, se puede rascar la pared e ir dando forma al dibujo
sugerido por la mancha. Siempre he sido mal dibujante. Tiene una cola corta de
pescado pequeño. No es una sirena corriente. Desde aquí, tumbado, la sirena
puede mirarme. Estás bien, estás bien. No te puede pasar nada porque tú no has
hecho nada. No te puede pasar nada. Se tienen que dar cuenta de que tú no has
hecho nada. Está claro que tú no has hecho nada.

¿Por qué tuviste que beber tanto aquella noche?¿Por qué tuviste que hacerlo
borracho, completamente borracho? Está prohibido conducir borracho y tú... tú...
No pienses. Estás aquí bien. Todo da igual; aquí estás tranquilo, tranquilo,
tranquilizándote poco a poco. Es una aventura. Tu experiencia se amplía. Ahora
sabes más que antes. Sabrás mucho más de todo que antes, sabrás lo que han
sentido otros, lo que es estar ahí abajo donde tú sabías que había otros y nunca te
lo podías imaginar. Tú enriqueces tu experiencia. Llegas a conocer mejor lo que
eres, de lo que eres capaz. Si realmente eres un miedoso, si te aterrorizas. Si te
pueden. Lo que es el miedo. Lo que es el hombre sigue siendo desde detrás del
miedo, desde debajo del miedo, al otro lado de la frontera del miedo. Que eres
capaz de vivir tranquilo todavía, de estar aquí serenamente. Si estás aquí
serenamente no es un fracaso. Triunfas del miedo. (...). Decir: quiero, sí, quiero
sí, quiero, quiero, quiero estar aquí porque quiero lo que ocurre, quiero lo que es,
quiero de verdad, quiero, sinceramente quiero, está bien así. "¿Qué es lo que
pide todo placer? Pide profunda, profunda eternidad."

Tú no la mataste. Estaba muerta. No estaba muerta. Tú la mataste. ¿Por qué
dices tú? - Yo.

Tú no la mataste. Estaba muerta. Yo la maté. ¿Por qué? ¿Por qué? Tú no la
mataste. Estaba muerta. Yo no la maté. Ya estaba muerta. Yo no la maté. Ya
estaba muerta. Yo no fui. No pensar. No pensar. No pienses. No pienses en
nada. Tranquilo, estoy tranquilo. No me pasa nada. Estoy tranquilo así. Me
quedo así quieto. Estoy esperando. No tengo que pensar. No me pasa nada.
Estoy tranquilo, el tiempo pasa y yo estoy tranquilo porque no pienso en nada.
Es cuestión de aprender a no pensar en nada, de fijar la mirada en la pared, de
hacer que tú quieras hacer porque tu libertad sigue existiendo también ahora.
Eres un ser libre para dibujar cualquier dibujo o bien para hacer una raya cada
día que vaya pasando como han hecho otros, y cada siete días una raya más
larga, porque eres libre de hacer las rayas todo lo largas que quieras y nadie te lo
puede impedir.

Otro monólogo de Tiempo de silencio:

Si no encuentro un taxi no llego. ¿Quién sería el Príncipe Pío? Príncipe, príncipe, del
fin, principio del mal. Ya estoy en el principio, ya acabó, he acabado y me voy. Voy a
principiar otra cosa. No puedo acabar lo que había principiado. ¡Taxi! ¿Qué más da? El
que me vea así. Bueno, a mí qué. Matías, qué Matías ni qué. Como voy a encontrar taxi.
No hay verdaderos amigos. Adiós amigos. Adiós amigos. ¡Taxi! Por fin. A príncipe Pío.
Por ahí empecé también. Llegué por Príncipe Pío, me voy por Príncipe Pío. Llegué solo,
me voy solo. Llegué sin dinero, me voy sin… ¡Qué bonito día, qué cielo más hermoso!
No hace frío todavía. ¡Esa mujer! Parece como si hubiera sido, por un momento, estoy
obsesionado. Claro está que ella está igual que la otra también. Por qué será, cómo será
que yo ahora no sepa distinguir entre la una y la otra muertas, puestas una encima de la
otra en el mismo agujero: también a ésta autopsia. ¿Qué querrán saber? Tanta autopsia;
para qué, si no ven nada. No saben para qué las abren: un mito, una superstición, una
recolección de cadáveres, creen que tienen una virtud dentro, animistas, están buscando
un secreto y en cambio no dejan que busquemos los que podíamos encontrar algo, pero
qué va, para qué, tiene razón, no estoy dotado. La impresión que me hizo. Siempre
pensando en las mujeres. Si yo me hubiera dedicado sólo a las ratas. ¿Pero qué iba a
hacer yo? ¿Qué tenía que hacer yo? (…) Florita, la desnuda Florita en la chabola,
florecita pequeña, pequeñita, pequeñita, florecilla le dio la vieja, florecita la segunda
que… ajjj… Me voy, lo pasaré bien. Diagnosticar pleuritis, peritonitis, soplos, cólicos,
fiebres gástricas y un día el suicidio con veronal de la maestra soltera. Las muchachas el
día de la fiesta, delante de la procesión, detrás del palio, rojas, carrilludas, mofletudas,
mirando de lado hacia donde estoy asqueado de verlas pasar, mirando sus piernas,
sentado en el casino con dos, cinco, siete, catorce señores que juegan al ajedrez y me
estiman mucho por mi superioridad intelectual y mi elevado nivel mental. Ya está,
Príncipe Pío. Sí, por arriba. Luego se baja en un ascensor gratis con un tornillo por
debajo que parece que le están dando… Comprar un megret para el tren, hace tiempo
que no leo policíacas, a mí policíacas.

Ojos de Mariposa

Por: Mónica Henao



Abre la puerta y sube a la parte trasera del auto plateado de línea clásica, ajusta el vestido y con la  mano quita los pliegues para que no se arrugue la falda. Un viento cálido roza sus mejillas,  hoy terminan décadas de palpitaciones presentidas, cierra los ojos.


La bocina de un auto convierte el momento en  viernes de Colegio. Por aquellos días almorzaba y se recostaba una hora, se levantaba y duchaba, arreglaba y cepillaba el cabello, lo que le tomaba el resto de la tarde. Luego buscaba ropa cómoda, de fin de semana, tomaba un libro de la mesa de noche y esperaba que la recogieran. Cerca, muy cerca del auto en el cual viaja, pasa una moto. Extiende una sonrisa de mariposa y sigue errando por los rincones de la memoria.

Siente que el carro desacelera y escucha la perorata de un vendedor de dulces.  En ese entonces la rutina de cada ocho días era salir a cine con Eugenio, era el día perfecto, esa noche su padre tenía una reunión con amigos. Pita una moto.  Sonaba el citófono. Cada segundo se acompasa como una orquesta bajo la dirección del recuerdo y su cuerpo es poseído por el vaivén de los sueños, los autos  sobrepasan al vehículo en que viaja y ella no abre los ojos, vuela como mariposa,  sonríe, de veras que sonríe,  Bajó por el ascensor y su novio la esperaba en la recepción del edificio, con el casco y una bufanda entre las manos, el trayecto de regreso era frio y largo. En el carro hace calor, aún con su vestido de organza, de hombros descubiertos, navega entre pasiones y  le tiembla el alma. ¿Por qué le tiembla el alma?

Se abrazaron, inhaló el olor a colonia  y la boca fina de Eugenio fue dulce y cálida sobre sus labios. Bajaron como un ventarrón las escaleras de edificio donde ella vivía y de un salto se sentaron en la moto, tomó a Eugenio por la cintura. Una brisa fría la recorre, el vehículo sobrepasa los autos, ahora van a mayor velocidad.

Escucha que el conductor le pregunta la hora del evento,  llegarán a la hora indicada, no le mira.  La moto roja de gran cilindraje los había llevado a velocidades de crucero, ella esperó que él se quitara el casco y bajó de la moto, descendió y sacudió su cabellera, en el vano de la puerta escuchó las voces de los invitados y las mariposas en el estómago revolotearon. Tanto o más que ahora, se le llenan de sonrisas los labios, las manos, la piel,  el alma. Toda ella es una mariposa.
Cruzaron el vestíbulo y fueron recibidos por la dueña de casa que estampó un beso  en su carita de fiesta. Los invitó a pasar a la sala y, cuando Eugenio le dio paso, lo vió,  el corazón  saltó y avanzó a paso invalidante hacia él. Le extendió la mano y comenzó el combate de las incertidumbres,  el apretón y el calor de sus manos  le acariciaron por años la piel.

Calcula que llevan veinte minutos de camino, el carro va deprisa. Sigue ensimismada. Se sentó lo más alejada de Mario de Jotardy, no se dejó ver de él, le preocupó que en sus ojos coloreados de sueños, se descubrieran las palpitaciones desbocadas. Es poco lo que habló, y se concentró en los comentarios y apuntes de los contertulios: Londres, su mercado de antiguedades y arte, Carlos, el papá,  sienta cátedra sobre urbanismo y Eugenio los actualiza  en música y cine. La noche pasa con rapidez y ese rostro como ahora  vivirá en el recuerdo.

Pasan un resalto y toca en su bolso de mano el espejo regalo de su hermana. Antes de salir ha revisado  el maquillaje, hoy  sus ojos son de un verde intenso, no ha querido abrirlos, desea que cada pensamiento sea una impronta en su memoria. Un auto de motor potente les sigue de cerca desde hace unos cinco minutos y otra tarde de Colegio la invade. Se voló de la oficina y le indicó al conductor  la dirección del cole de sus hijos, es el primer informe del año y no deseaba ser impuntual, Héctor Fabio era el chofer de esa época. Ahora también va con un conductor pero no necesita darle indicaciones, ya que conoce el destino. Una moto chirrea cerca al auto en el cual viaja. La puerta eléctrica del Colegio chirriaba, se abre y ve un volkswagen Beatle en el parqueadero. Entró en la recepción,  Mary dió su nombre y el de su hijo, recordó el nombre de la recepcionista en la escarapela: Olguita Sánchez, quien la guió a  la sala de reuniones. Se detiene el auto, cree que es un semáforo.

Salió de salón de clase un hombre maduro ojos carmelita y chaleco, la arrolló y se detuvo en seco, no la vio por estarse despidiendo, risas y carcajadas. La profesora se  lo presentó: era Mario de Jotardy el papá del mejor compañerito de su hijo, desde entonces  eleva sueños.

Mary escucha que el conductor le anuncia que  faltan cinco minutos para llegar a su destino. Suspira y los pies le tiemblan. Tembló en casa de Eugenio, en el Colegio. Pasa otra moto, tiembla,  el carro se agita, siente que gira, sus palpitaciones son desbocadas, algo pegajoso y caliente le recorre la cara, el rostro de Mario es  blanco, más y más blanco, el amor la eleva, ahora vuela y sus brazos ligeros,  son ahora alas de mariposa. A Dios. 

miércoles, 18 de febrero de 2015

Potenciadores de Inicio



-   Un hombre esta sentado en la sala de espera
-   Una mujer mira por la ventana
-   Un hombre escribe en silencio una carta
-   Una mujer corre bajo la lluvia
-   Una mujer se mira al espejo
-   El hombre depositó unas flores al lado de una lapida
-   El ascensor se abrió y entró una mujer...
-   Un hombre apuntaba a otro con un arma...
-   Ella empezó a desvestirse lentamente...
-   La puerta se abrió de repente y entró una mujer...
-   El hombre tomó dos sorbos de vino y se levantó de la mesa
-   De repente vio una sombra y decidió seguirla...
-   El hombre movió un peón del tablero...
-   Una mujer entra a un confesionario
-   Un hombre espera un bus
-   Un hombre toca una guitarra en el metro...
-   Un hombre está montado en una tarima...
-   La mujer cerro los ojos lentamente...
-   Un hombre entra al baño...
-   Una mujer sube una escalera...
-   Un niño duerme bajo un árbol
-   Una mujer cruza por encima de la cuerda...
-   Un hombre pesca tranquilamente...
-   Una profesora escribe en el tablero...
-   Un hombre lee un periódico en el parque
-   Una mujer está parada en el balcón...
-   Una mujer calienta agua en una olla...
-   Un hombre hace una enorme fila...
-   Una mujer y un hombre se encuentran sorpresivamente en la calle...
-   El telón se abre y sale una mujer...
-   Un hombre está siendo operado...
-   Una mujer se siente perdida...

viernes, 13 de febrero de 2015

La isla del mediodía

(Por: Julio Cortázar)




La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.

A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.

Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).

Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul.

Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.

Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.

El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.

Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.

Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.