miércoles, 18 de marzo de 2015

INMOLADO

(Por: Jota Luis Echavarría)





El hombre está sentado en la sala de espera. Le dieron un ficho con el número sesenta y cinco. Busca en cada uno de sus bolsillos, finalmente los encuentra, tose de manera persistente y tiene dificultades para encenderlo, lo devora a bocanadas, parece que no puede respirar. Se levanta de la silla, afloja el nudo de su corbata, camina erguido entre filas de enfermos que a gritos desesperados le reprochan que fume en la sala. Se detiene, los mira a todos, uno a uno, termina de quitarse la corbata, no puede evitarlo y grita:

-       ¡Qué miran imbéciles!!
-       ¡Estoy más vivo que todos ustedes juntos!!

Arroja el saco al piso. Muy despacio, como si no tuviese afán alguno en hacerlo, toma los últimos cuatro cigarrillos que le quedan, los pone en su boca y los enciende todos. Se pone de rodillas en el centro de una sala, se llena de humo el cuerpo en medio de la gritería de todos los presentes. Se va de bruces al piso, inerte. Se abre la puerta de la sala y entran un médico y su enfermera.

-       Qué sucede, grita el médico
En la sala hay un silencio sepulcral, todos miran al lugar donde yace el hombre
-       Tenemos un muerto aquí, le responde la enfermera
-       ¿Quién?

-       El sesenta y cinco doctor

lunes, 16 de marzo de 2015

10 consejos para escribir buenas historias



(Por Ricardo Silva Romero)

Allá usted

1. Yo, de ser usted, no corregiría lo que hasta ahora estoy escribiendo, no corregiría las primeras 24, 48, 72 páginas de la novela que por fin pude empezar, porque cuando se revisa lo escrito mucho antes de ser terminado suele correrse el riesgo de llegar a la conclusión de que se está haciendo basura. ¿Y si se está haciendo basura entonces qué?: ¿empezar de nuevo? Yo, de ser usted, sólo me sentaría a leer lo que he escrito unas semanas después de haberle puesto el punto final. Si es malo, si no está a la altura ni de sus ideas ni de sus expectativas, por lo menos tendrá en las manos un relato de principio a fin que puede salvarse en la corrección, en la edición.  

2. Yo, de ser usted, escribiría sobre lo que sé aun cuando en un principio no lo sepa.

3. Yo, de ser usted, no escribiría nada profundo, no encararía los temas trascendentales que en teoría ha tratado la literatura desde el principio de los tiempos (pues aparecerán así uno no quiera, estarán en el texto pase lo que pase), sino que acompañaría pequeñas vidas y pequeñas líneas que traten de ponerse a la altura de sus pequeños destinos. Iría frase por frase como quien lleva a alguien de una orilla a la otra, paso por paso. Me preocuparía por poner en escena lo que me imagino como un director que tiene en sus manos un guión. Me preocuparía por encontrar las palabras exactas. Me contentaría con dejar escrita la idea que se me ocurrió como si bastara con terminarla. Y punto. Evitaría lo grave porque lo grave, de los entierros a las juntas directivas, da risa nerviosa. Porque lo demasiado serio da risa. Y lo hondo está adentro de cada quien. Un texto literario –un poema, un drama, un relato- tiene la profundidad de un pentagrama, la profundidad que cada cuál quiera encontrarle: un texto literario depende del talento de su intérprete.

4. Yo no menospreciaría el humor. No apagaría mi sentido del ridículo mientras estoy escribiendo. No me tragaría un solo chiste que venga al caso. No descartaría la parodia pues, en estricto sentido, la literatura no es más ni menos que eso. Jugaría. Haría guiños. Caería, de tanto en tanto, en los clichés: así es la vida. No despreciaría el sentimentalismo, no, ni mucho menos lo confundiría con la sensiblería. Tampoco rechazaría el efectismo: no me daría vergüenza conseguir frases que agüen los ojos, que den risa, que den miedo. No menospreciaría, tampoco, ningún medio: ni cine ni canción ni televisión ni radio ni internet. No menospreciaría la gracia de un best seller. Me reiría de todo, en suma, pero no menospreciaría nada.

5. Yo no le temería a ser local. Yo, de ser usted, escribiría para los lectores de acá: no me sentiría ni por encima ni por debajo de los lectores de acá. ¿Por qué? Porque, para empezar, usted lo es: y usted es ese lector al que usted le está escribiendo.

6. Yo, de ser usted, escribiría en mi propia lengua: en mi propio castellano. Yo no estaría pensando en cómo hacer para que me entiendan más allá de mi ciudad. ¿Por qué? ¿Para qué? Yo no me censuraría la jerga de mi propio mundo como no se la censuraron los novelistas rusos del siglo 19 ni se la censuran los narradores gringos de estos tiempos. Pensaría a tiempo que si a usted no le cuesta sangre leer a los argentinos o a los españoles o a los mexicanos (usted no va a hacer mala cara cuando le presenten a “una mina”, usted entiende si le gritan “gilipollas” y sabe qué es “una torta de jamón” si se la ofrecen), probablemente a ellos les cueste aún menos leerlo a usted.  

7. Me aferraría a un buen personaje: pues un buen personaje –definición: una persona que no consigue fingir que es otra- es un ejemplo de un hecho humano que no se alcanza a comprender ni se puede articular de otra manera: una muestra gratis del misterio. Me aferraría a un personaje al que conociera lo mucho y lo poco que se puede conocer a una persona. Y como en cualquier obra dramática, pensando en un primer acto de presentación, en un segundo acto plagado de obstáculos para alcanzar un destino y en un tercer acto de resolución, lo pondría a vivir lo peor que puede pasarle en la vida, lo pondría a explorar si en verdad, como yo sospechaba en un principio, está a la altura de su vida. Eso: de ser usted, yo sabría para dónde voy antes de empezar a escribir así termine, al final, en otra parte.

8. Yo me preguntaría, en el caso de que mañana en la mañana se me ocurriera ser escritor, qué tanto me interesa el lector, qué tanto me importa que baje por la escalera de mis versos o pase página a página todas mis páginas hasta llegar al final. Yo, de ser usted, escribiría para que alguien me leyera de la primera línea a la última. Pero, como suele decirse, escribiría el texto que quiero leer. Ni más ni menos. Si llegara a la extraña conclusión “quiero que lo que escriba sea un libro”, me preguntaría por qué no puede estar en otro medio: qué hace, en tiempos de internet, que un libro sea un libro. Me entregaría después a mi editor de confianza. Y caería en cuenta entonces de que, si lo que se ha escrito es un libro, usted no es más que parte de un equipo: que falta corregirlo, editarlo, diseñarlo, imprimirlo y entregárselo al lector. Ni más ni menos.

9. Yo, de ser usted, no me comería el cuento de la escritura. Por ejemplo: yo no diría jamás “un libro es como un hijo”, yo iría preparando el alma para que mis colegas –los jóvenes, los de mi edad, los viejos- se convirtieran en mis principales influencias, iría alistándome para cambiar la envidia de que alguien publique algo por la alegría de que alguien escriba lo que usted no puede escribir. Huiría a toda costa de la solemnidad. Me relativizaría. No perdería de vista que la fama borrosa y tranquila que trae la publicación, aun cuando tenga resonancia en la prensa, se parece a la fama de un plomero con unos cuantos clientes. Me daría risa mi pequeña fama, sí: una fama en la que aplican tantas condiciones y restricciones. Le haría caso a Paul Simon: So you want to be a writer? / But you don’t know how or when? / Find a quiet place / Use a humble pen: me sentaría en el ojo del huracán. No olvidaría que escribir ficciones es otro gesto infantil, otra manera de articular la experiencia en el mundo, y nada más. No olvidaría que el oficio del escritor es uno entre los mil y un oficios del mundo: otra clase de carpintería. No le recibiría todos los consejos a mi ego. En fin. Yo, de ser usted, no me comería el cuento: punto. Simplemente, trabajaría.

10. Pero eso soy yo. Allá usted. Eso soy yo, que he escrito “yo” veintidós veces en este texto porque escribo para vivir en paz conmigo mismo, para deshacerme una por una de mis formas de ser; porque escribo –y esta es sólo una de las mil razones para hacerlo- simplemente porque se me ocurren las ideas y no descanso en paz hasta que no las dejo hechas. Repetía mi amigo Germán: “cada cuál hace sus cosas”. Y así es. La gracia de escribir es que cada quién halle sus reglas, que cada quién haga, en últimas, lo que le dé la gana. ¿Porque qué importa? ¿Porque cuál es la Fifa o el Vaticano que aplasta esta vocación? ¿Porque quién nos va a castigar por hacerlo así o de otra manera? ¿Porque qué tan grave es escribir un libro que tenga pocos lectores, qué tan grave es que un lector perdido en sí mismo que sepa pronunciarlo nos diga “usted no es Coetzee”? Porque todos los libros, desde esos preciosos textos en los que nada más seguimos a una voz hasta esas tramas macabras que no nos dejan irnos a dormir hasta que no las terminamos, desde esos juegos experimentales que nos exasperan pero nos fascinan hasta esos relatos contenidos que nos cargan de poesía, desde los más comprometidos con la fantasía hasta los más comprometidos con la realidad, están en todo su derecho.



domingo, 15 de marzo de 2015

Ejemplos de Focos


(Fragmentos tomados de Juego de Tronos, George R. Martin)



TYRION

En algún punto del gran laberinto de piedra que era Invernalia, un lobo aullaba. El sonido ondeaba en el castillo como una bandera de luto.

Tyrion Lannister alzó la vista de los libros y se estremeció, aunque la biblioteca era cálida y acogedora. El aullido de un lobo tenía una cualidad que arrancaba al hombre de su lugar y su tiempo, y lo abandonaba en un bosque oscuro de la mente, corriendo desnudo ante la manada.
El lobo aulló de nuevo, y Tyrion cerró el pesado libro con cubiertas de cuero que había estado leyendo, un tratado de hacía un siglo acerca del cambio de las estaciones, escrito por un maestre que llevaba mucho tiempo muerto. Ocultó un bostezo con el dorso de la mano. La lamparilla parpadeaba, estaba a punto de quedarse sin aceite, y la luz del amanecer empezaba a filtrarse por las altas ventanas. Se había pasado la noche leyendo, pero no era ninguna novedad. Tyrion Lannister no era de los que necesitan mucho sueño.
Al bajarse del banco se dio cuenta de que tenía las piernas rígidas y doloridas. Se las masajeó para activar la circulación, y cojeó hacia la mesa sobre la que el septon roncaba suavemente con la cabeza apoyada en el libro abierto ante él. Tyrion leyó el título. Una biografía del Gran Maestre Aethelmure, aquello lo explicaba todo.
—Chayle —llamó con suavidad.
El joven alzó la cabeza bruscamente y parpadeó, confuso. Llevaba una cadena de plata en el cuello de la que colgaba el cristal de su orden.
—Voy a ver qué desayuno. Encárgate de volver a poner los libros en los estantes. Ten cuidado con los pergaminos valyrianos, están muy secos. El Máquinas de guerra de Ayrmidon es muy poco común, tienes el único ejemplar completo que he visto en mi vida.
Chayle, todavía medio dormido, lo miró con asombro. Tyrion le repitió las instrucciones pacientemente, dio una palmadita en el hombro al septon y lo dejó dedicado a sus quehaceres.

DAENERYS

Dany jamás se había sentido tan sola como allí, sentada en medio de aquella vasta horda. Su hermano le había ordenado que sonriera, así que sonrió hasta que le dolieron los músculos de la cara y las lágrimas le asomaron a los ojos. Hizo todo lo posible por ocultarlas, porque sabía lo mucho que se enfadaría Viserys si la veía llorar, y también porque la aterraba la posible reacción de Khal Drogo. Los esclavos ponían ante ella trozos de carne humeante, gruesas salchichas asadas y empanadas dothrakis de morcilla, y más tarde frutas, compota de hierbadulce y delicados pastelillos de las cocinas de Pentos, pero ella lo rechazaba todo. Tenía el estómago del revés, y sabía que no podría retener nada.
No tenía con quién hablar. Khal Drogo gritaba órdenes y chanzas a sus jinetes de sangre, y se reía con sus respuestas, pero apenas si miraba a Dany. No tenían un idioma común. Ella no entendía ni una palabra de dothraki, y el khal apenas sabía unas cuantas palabras del desvirtuado valyriano de las Ciudades Libres y ninguna de la lengua común de los Siete Reinos. Hasta habría agradecido la posibilidad de conversar con Illyrio y con su hermano, pero estaban demasiado abajo para oírla.
Así que permaneció allí sentada, con sus ropajes de seda, con una copa de vino endulzado con miel en las manos, sin atreverse a comer nada, hablando consigo misma.
—Soy de la sangre del dragón —se decía—. Soy Daenerys de la Tormenta, de la sangre y la semilla de Aegon el Conquistador.

EDDARD

El rey soltó una carcajada que sonó como un rugido. El ruido sobresaltó a una bandada de cuervos, que salieron volando de entre la hierba y batieron las alas en el aire, enloquecidos.
—¿Crees que debo desconfiar de Lannister porque se sentó un rato en mi trono? —Las carcajadas sacudían su cuerpo—. Jaime tenía diecisiete años, Ned, era poco más que un niño.
—Niño u hombre, no tenía derecho a ese trono.
—Puede que estuviera cansado —sugirió Robert—. Matar reyes es un trabajo agotador. Y bien saben los dioses que en esa maldita sala no hay otro sitio donde poner el culo. Y por cierto, te dijo la verdad, es una silla incomodísima. En más de un sentido. —El rey sacudió la cabeza—. Bueno, ahora que ya conozco el terrible pecado de Jaime, podemos olvidarnos de este asunto. Estoy harto de secretos, de trifulcas y de asuntos de estado, Ned. Es tan aburrido como contar calderilla. Venga, vamos a cabalgar, que en los viejos tiempos lo hacías bien. Quiero volver a sentir el viento en el rostro.
Espoleó a su caballo y emprendió el galope sobre el túmulo, dejando a su espalda una lluvia de tierra.
Durante un momento Ned no lo siguió. Se había quedado sin palabras, y lo invadía una sensación abrumadora de impotencia. Se preguntó, no por primera vez, qué hacía allí, por qué había llegado hasta donde estaba. Él no era un Jon Arryn, dispuesto a reprimir las locuras de su rey y a inculcarle sabiduría. Robert haría lo que le viniera en gana, como había hecho siempre, y nada que Ned dijera o hiciera tendría importancia. Su lugar estaba en Invernalia. Su lugar estaba con Catelyn en aquel momento de dolor, y con Bran.
Pero no siempre era posible estar en el lugar que le correspondía a cada uno, meditó. Eddard Stark, resignado, espoleó a su caballo y emprendió la marcha en pos del rey.