sábado, 29 de marzo de 2014

Memoria Emotiva







LAS CAUSAS

(Por: Jorge Luis Borges)

Los ponientes y las generaciones.
Los días y ninguno fue el primero.
La frescura del agua en la garganta
de Adán. El ordenado Paraíso.
El ojo descifrando la tiniebla.
El amor de los lobos en el alba.
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
La luna que miraban los caldeos.
Las arenas innúmeras del Ganges.
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
Las manzanas de oro de las islas.
Los pasos del errante laberinto.
El infinito lienzo de Penélope.
El tiempo circular de los estoicos.
La moneda en la boca del que ha muerto.
El peso de la espada en la balanza.
Cada gota de agua en la clepsidra.
Las águilas, los fastos, las legiones.
César en la mañana de Farsalia.
La sombra de las cruces en la tierra.
El ajedrez y el álgebra del persa.
Los rastros de las largas migraciones.
La conquista de reinos por la espada.
La brújula incesante. El mar abierto.
El eco del reloj en la memoria.
El rey ajusticiado por el hacha.
El polvo incalculable que fue ejércitos.
La voz del ruiseñor en Dinamarca.
La escrupulosa línea del calígrafo.
El rostro del suicida en el espejo.
El naipe del tahúr. El oro ávido.
Las formas de la nube en el desierto.
Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.







Lucas, su patriotismo
(Por: Julio Cortázar)


De mi pasaporte me gustan las páginas de las renovaciones y los sellos de visados redondos / triangulares / verdes / cuadrados / negros / ovalados / rojos; de mi imagen de Buenos Aires el transbordador sobre el Riachuelo, la plaza Irlanda, los jardines de Agronomía, algunos cafés que acaso ya no están, una cama en un departamento de Maipú casi esquina Córdoba, el olor y el silencio del puerto a medianoche en verano, los arboles de la plaza Lavalle.

Del país me queda un olor de acequias mendocinas, los álamos de Uspallata, el violeta profundo del cerro de Velasco en La Rioja, las estrellas chaqueñas en Pampa de Guanacos yendo de Salta a Misiones en un tren del año cuarenta y dos, un caballo que monte en Saladillo, el sabor del Cinzano con ginebra Gordon en el Boston de Florida, el olor ligeramente alérgico de las plateas del Colón, el superpullman del Luna Park con Carlos Beulchi y Mario Díaz, algunas lecherías de la madrugada, la fealdad de la Plaza Once, la lecture de Sur en los años dulcemente ingenuos, las ediciones a cincuenta centavos de Claridad, con Roberto Arlt y Castelnuovo, y también algunos patios, claro, y sombras que me callo, y muertos.


martes, 25 de marzo de 2014

George Perec y la descripción de escenarios


Georges Perec (París, 7 de marzo de 1936-Ivry-sur-Seine, 3 de marzo de 1982) fue uno de los escritores más importantes de la literatura francesa del siglo XX. Novelista, poeta, ensayista, guionista, dramaturgo y autor de obras misceláneas, fue miembro del grupo Oulipo y abanderado del Nouveau roman. Su obra estuvo basada en la experimentación y en ciertas limitaciones formales como forma de creación. Ha sido traducido a más de quince idiomas, pese a no ser un escritor leído por multitudes.

Él y su amigo Raymond Queneau son buenos escritores para leer para aquellos que se adentran, no en el mundo de la lectura, sino en el de la escritura. Perec y Queneau llevaron sus textos a experimentar con la forma a un nivel superior incluso al que se ve en libros como Rayuela de Cortázar. Son altamente recomendables.

Por ahora, los dejo con algunos fragmentos de su novela mas conocida "La vida, instrucciones de uso" que pueden servirles a la hora de describir y adaptar escenarios. Fijense, por ejemplo, como un lugar tan común y cotidiano como una escalera en un edificio de apartamentos, de repente se resignifica y adquiere un nuevo sentido a través de la descripción:

"Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa. De lo que acontece detrás de las pesadas puertas de los pisos casi nunca se percibe más que esos ecos filtrados, esos fragmentos, esos esbozos, esos inicios, esos incidentes o accidentes que ocurren en las llamadas «partes comunes», esos murmullos apagados que ahoga el felpudo de lana roja descolorido, esos embriones de vida comunitaria que se detienen siempre en los rellanos. Los vecinos de una misma casa viven a pocos centímetros unos de otros; los separa un simple tabique; comparten los mismos espacios repetidos de arriba abajo del edificio; hacen los mismos gestos al mismo tiempo: abrir el grifo, tirar de la cadena del wáter, encender la luz, poner la mesa, algunas decenas de existencias simultáneas que se repiten de piso en piso, de casa en casa, de calle en calle. Se atrincheran en sus partes privadas —que así se llaman— y querrían que de ellas no saliera nada, pero lo poco que dejan salir —el perro con su correa, el niño que va por el pan, el visitante acompañado o el importuno despedido— sale por la escalera. Porque todo lo que pasa pasa por la escalera, todo lo que llega llega por la escalera: las cartas, las participaciones de bodas o defunciones, los muebles que traen o se llevan los mozos de las mudanzas, el médico avisado urgentemente y el viajero que regresa de un largo viaje. Por eso es la escalera un lugar anónimo, frío, casi hostil. En las casas antiguas había aún peldaños de piedra, barandillas de hierro forjado, esculturas, grandes hachones, a veces una banqueta entre piso y piso para que descansara la gente mayor. En las casas modernas hay ascensores con las paredes llenas de graffiti que quieren ser obscenos y escaleras llamadas «de socorro» de cemento desnudo, sucias y sonoras. En esta casa, en la que hay un ascensor viejo, casi siempre averiado, la escalera es un lugar vetusto, de una limpieza sospechosa, que se degrada de piso en piso siguiendo las convenciones de la respetabilidad burguesa: dos espesores de alfombra hasta el tercero, uno luego y ninguno en las dos plantas que están debajo del tejado."




Les adjunto otros fragmentos del libro que, considero, pueden ser de gran utilidad:


"El salón de la señora de Beaumont está casi enteramente ocupado por un gran piano de concierto, en cuyo atril se puede ver la partitura cerrada de una famosa canción americana, Gertrude of Wyoming, compuesta por Arthur Stanley Jefferson. Un hombre viejo, sentado delante del piano, con la cabeza cubierta con un pañuelo de nailon de color naranja, se dispone a afinarlo.
En el rincón de la izquierda hay un gran sillón moderno, hecho con una gigantesca semiesfera de plexiglás ceñida de acero y montada sobre una base de metal cromado. A un lado, sirve de mesa un bloque de mármol de sección octogonal; encima de ella hay un encendedor de acero y un macetero cilíndrico del que emerge un roble enano, uno de esos bonzai japoneses, cuyo crecimiento ha sido controlado, frenado y modificado hasta tal punto que presenta todos los signos de la madurez e incluso de la vejez sin haber prácticamente crecido, y cuya perfección, al decir de quienes los cultivan, depende menos de los cuidados materiales que se les prodigan que de la concentración meditativa que les dedican sus cultivadores.
Muy cerca del sillón, directamente sobre el parquet de tono claro, hay un puzzle de madera, cuyos cuatro lados están prácticamente reconstruidos. En el tercio inferior derecho se han unido unas cuantas piezas suplementarias: representan la cara ovalada de una muchacha dormida; sus cabellos rubios enroscados en forma de corona sobre la frente se mantienen gracias a un par de cintas trenzadas; su mejilla descansa sobre la mano derecha, cerrada como una caracola, como si escuchara algo en sueños."




"Un salón vacío en el cuarto derecha.
En el suelo hay una estera de cisal trenzado, cuyas fibras se entrecruzan para trazar motivos en forma de estrella. En la pared, un papel pintado imitación tela de Jouy  representa grandes veleros portugueses de cuatro palos, armados con cañones y culebrinas, que se aprestan a atracar en un puerto; el foque y la cangreja se hinchan con el viento, mientras los marinos, encaramados a las jarcias, cargan las otras velas.
En las paredes hay cuatro cuadros.
El primero es un bodegón que, a pesar de su factura moderna, evoca bastante bien aquellas composiciones ordenadas en torno al tema de los cinco sentidos, tan difundidas por toda Europa desde el Renacimiento hasta las postrimerías del siglo XVIII: sobre una mesa están dispuestos un cenicero en el que se consume un habano, un libro del que se pueden leer el título y el subtítulo —La sinfonía incompleta, novela—, pero no el nombre del autor que queda escondido, una botella de ron, un bilboquet y un montón de frutos secos en un frutero: nueces, almendras, orejones de albaricoques, ciruelas pasas, etc.
El segundo representa una calle suburbana, de noche, entre solares vacíos. A la derecha hay una torre de alta tensión cuyas vigas llevan en cada una de sus intersecciones una potente lámpara que está encendida. A la izquierda, una constelación reproduce, invertida (la base en el cielo, la punta en el suelo), la forma exacta de la torre. El cielo aparece cubierto de fluorescencias (azul oscuro sobre fondo más claro) idénticas a las de la escarcha en un cristal.
El tercero representa un animal fabuloso, el tarando, cuya primera descripción se debe a Gélon el sármata:

«Es el tarando un animal grande como un joven toro, de cabeza como de ciervo, aunque algo mayor, adornada con astas largas y ricamente ramificadas, pata hendida, pelo largo como de oso grande, cuero algo menos duro que una coraza. Pocos se han visto en Escitia, pues muda de color según la variedad de sitios en que pace y mora, con lo que viene a representar el color de hierbas, árboles, arbustos, flores, lugares, pastos, peñas y, en general, de todo cuanto le es vecino; esta propiedad le es común con el pulpo marino, que es el pólipo, con los toes, con el licaón de la India y con el camaleón, que es como un lagarto tan admirable que sobre su figura, anatomía, virtudes y propiedad mágica escribió Demócrito un libro entero. Así lo vi yo mudar de color, no sólo por su vecindad con cosas coloreadas, sino por sí mismo, por efecto del miedo y otros sentimientos que tenía; como sobre una alfombra verde lo vi verdear, y, al poco tiempo, volverse amarillo, azul, pardo y violado, como vemos la cresta del gallo de Indias, que muda de color según sus pasiones. Lo que más admirable nos pareció en el tarando fue que no sólo su rostro y piel sino todo su pelo tomaba el color de las cosas a él vecinas.»

El cuarto es una reproducción en blanco y negro de un cuadro de Forbes titulado Una rata detrás del tapiz. Este cuadro se inspira en una historia real que sucedió en Newcastle–upon–Tyne durante el invierno de 1858."


viernes, 21 de marzo de 2014

El cocinero de libros


(Por: Daniel José Acevedo)

Lo conocí un día que volvía del colegio. Caminaba, a través de la calle pendiente, rumbo a mi casa con la mochila al hombro. Me sentía sola a pesar de que había algunos transeúntes. Nunca me había pasado nada peligroso. La bajada se me hacía lenta y monótona, escuchaba “Resistance” de Muse a todo volumen en mi pequeño mp3. En mi boca el chicle que llevaba ya me parecía insípido. Lo boté en una caneca que estaba en un poste de luz. Y entonces le vi, sentado en una pequeña banca, un hombre anciano, de gafas y sombrero negro. Estaba vestido con un viejo abrigo café y fumaba una especie de pipa de madera. Me miró con curiosidad. “¿Te gusta el chicle?” Me pregunto atrevido. No le respondí. No solía hablar con extraños. Mi madre me había advertido de viejos pervertidos que andaban por ahí caminando, viejos que buscaban muchachas jóvenes con oscuras intenciones. “Pero que descortés” insistió el viejo. “¿Perdón?” pregunte quitándome los audífonos. “¿No le enseñaron a responder a sus mayores jovencita?”.  Me quede como ensimismada, me había tomado por sorpresa. No supe que responder. Otra simplemente hubiese seguido su camino, pero yo no fui capaz.

El viejo echo a reír. Su risa era contagiosa, yo misma no pude evitar sentirme sumergida en su red de carcajadas. “No me hagas caso. El silencio siempre será una respuesta válida”. Por alguna razón sencillamente no pude desconfiar de él, me trasmitía una sensación de tranquilidad. “Ahora respóndeme” me dijo “¿Te gusta el chicle?”. “No Mucho”, le respondí. “los chicles son buenos si son samseanos, transforman tu boca al instante. Pero hay comidas mejores, veamos…” dijo y se puso un dedo en el mentón. Yo no entendía de qué mierdas hablaba. “¿Alguna vez has probado spaguettis Hamletianos con salsa alephica?” dijo animado mientras inhalaba un poco de su pipa. Pensé mi respuesta, pero nada de lo que decía el viejo tenía algún sentido. Definitivamente estaba chiflado, no podía ser de otra forma. No hubiera salido con algo tan incoherente si no fuera así. No obstante, parecía bastante serio cuando hizo esa afirmación.  ¿No era Hamlet aquel príncipe de Dinamarca que aparecía en los libros de Shakespeare? No sabía que era aléfico. Sin embargo, el viejo había despertado en mí una notoria curiosidad. “No nunca he probado” dije. “¿Te gustaría probar?” dijo rascándose su cabeza. “No lo asé”. “¿o quizás habrás probado sopa de rayuela con un poco de Faustiana?” dijo sonriente. Al imaginarme una sopa de rayuela, me imagine una sopa con letricas como las que me daba mi abuela. Este viejo debía ser quizás un cocinero excéntrico.

“Ven conmigo y te enseñare algunos de estos manjares” dijo inhalando de nuevo. Aunque la tentación y la curiosidad eran grandes, supe comportarme como es debido. “Mis padres no me dejan irme con extraños” dije desviando la mirada, pues no podía aguantar observarle a los ojos por mucho tiempo. El viejo me miró un momento pensativo. Luego pareció dar con una idea. “¿Tienes su número? Dame su número de celular hablo con ellos y así podrás venir conmigo”. Se lo di. El llamo por su celular y estuvo hablando un rato con mi padre. No escuche muy bien que hablaban, pero parecían estar enfrascados en una conversación importante. ¿Sería conocido de papá? Nunca lo había visto en mi vida. El viejo me paso su celular. Era la voz de mi padre. “Ve con él hija, creo que tiene algo muy interesante que enseñarte. Hablamos cuando llegues a casa”. Suspiré. Mire al viejo y este me guiño el ojo. Le dije que le seguiría.

El  asintió y me señalo con su dedo un camino que empezaba a la derecha de la calle. Luego se dirigió hacia allí sin dirigirme palabra alguna. Motivada por la curiosidad y el permiso de mi padre, quien normalmente era poco persuasivo con esta clase de cosas, lo seguí por el atajo. Caminamos un rato en silencio. El viejo no hablaba, solo le daba inhaladas a su pipa. Luego de cuatro o cinco se cansó y la guardo. Empezó entonces a tararear una melodía pegajosa de una canción desconocida. Yo no podía dejar de mirarle. Como si esperara que en algún momento volara o se esfumara del lugar. El camino pasó en un momento de ser una calle a ser un sendero de rocas. Estábamos saliendo un poco de lo que consideraba la civilización e internándonos en una de las tantas montañas y lomas de mi ciudad. Me asuste un poco, pero el viejo seguía confiado. El camino seguía recto con algunas pocas desviaciones. Poco a poco dejaban de verse pequeñas casas, con enormes perros melenudos, para pasar a un camino más salvaje con la sola compañía de algunos insectos y pájaros atrevidos.

No pude evitar preguntarle al viejo si vivía muy lejos. Me dijo que no, que ya faltaba poco. Luego me pregunto que si me gustaba el cole. Le dije que me aburría mucho. El viejo se lamentó. Luego indagó si me gustaba leer. Le dije que había leído poco. Me pregunto por mi libro favorito. Le dije que el principito de Saint Exupery, mi madre solía leérmelo con frecuencia cuando era más pequeña. El viejo hizo un comentario extraño acerca de lo ricas que eran las albóndigas principescas y de la vez que había encontrado un elefante en su sombrero. De nuevo no entendí a qué se refería. El camino empezaba a descender un poco, rodeado de arbustos y zarzales, para finalizar en una pequeña casa en forma de torta con una chimenea. Parecía salida de algún cuento.  Supuse que era la casa del viejo. Al llegar, un minino maulló y se acercó. El viejo se agacho y lo consintió. El gato puso una cara de notable felicidad.

Luego me entere que el gato se llamaba Kafka. Era gordo y peludo y se sentaba en la puerta vigilante. El viejo hizo una broma sobre que el gato parecía una esfinge guardiana de un portal. Pero la puerta de entrada estaba lejos de ser algo cercano a un “portal”. Estaba completamente desbarajustada en comparación con su marco, era más bien la entrada a un mundo de caricaturas o fantasmas, a una casa que pertenecía a otra realidad. Pronto me di cuenta que esa no era la única particularidad en la casa del viejo. Al entrar, había un laberinto de libros unos sobre otros. Algunos de ellos cubiertos con mucho polvo. El piso estaba lleno de hojas sueltas, algunas rotas y corroídas, se me hizo difícil pasar. Lo más extraño era el olor, no era olor a viejo sino a restaurant fino, lo cual hizo que mi pequeña panza sonara en tono de aprobación. En la pared había un cuadro colgado. No recordaba haberlo visto. Era un hombre obeso con vestimenta renacentista leyendo un libro. Abajo del cuadro decía: Le philosophe lisant –Chardin. No sabía mucho francés, así que no sabía a qué se refería. La cocina era bastante amplia y contrastaba poco con el resto de la casa, estaba llena también de papeles y utensilios de cocina fuera de lugar. En el centro de la casa se encontraba una mesa larga, limpia, con dos platos blancos vacíos, irónicamente el único sitio organizado en toda la casa. Al lado, hacia la izquierda, había una pequeña puerta cerrada que parecía ser el baño. Había en una esquina una pequeña vitrola acompañada de algunos LP, me pareció reconocer los nombres de Schubert, Piazzola y Queen.  La cama era algo pequeña y estaba mal tendida. Algunos papeles enmarañados y enroscados se acumulaban a su alrededor. Suspiré. Era un caos. Su casa era como un laberinto sin puertas ni forma, un laberinto de libros y olores fuertes, un contraste de polvo y sabor.

Una hoja de papel voló sobre mi rostro. Leí: “Pero yo no le vi la cara, sólo su sombra que atravesaba el local. Una sombra sin metáforas, vacía de imágenes, una sombra que solo era una sombra y que con eso tenía más que suficiente” (Bolaño). “¿Te gusta?” me dijo el viejo “Si. Pienso que una sombra en realidad es sólo eso. Una sombra. No le encuentro nada particular. Aunque ciertamente es una imagen que me llena de desesperanza”. El viejo me miró un momento pensativo, luego dijo: “La esperanza o la imagen de la esperanza pequeña mía es algo que debes cocinar tú, la sombra es sombra porque tú quieres verla como tal ponle un poco de condimento y color, sírvela en un plato de estrellas y dime si sigue siendo lo mismo”. Lo mire sin saber que decir. El viejo me sonrió. Dijo “Siéntate y ponte cómoda” y luego se dirigió a la cocina. Tomo algunos utensilios y empezó a cocinar. ¿Qué era eso que cocinaba? No alcanzaba a ver bien. Me acerque un poco y lo espié. No pareció importarle. El hombre se había colocado un gorro de chef y con su cuchillo cortaba algo. ¿Que era? Me acerque un poco más.

¡Estaba cortando libros! ¡Aquel hombre cocinaba libros! Al principio me costó conectar ideas pero entonces lo entendí todo. Aquella invitación. Aquellas extrañas recetas que parecían venidas de otro planeta o realidad. Lo primero que se me ocurrió es que estaba loco y que debía salir de allí. Pero, ¿Cómo podía cocinar con libros? La curiosidad me venció de nuevo. El hombre sostenía tres libros a su alrededor y lo que parecían ser unos sobres de spaguettis. Los abrió. Los metió en una olla grande y allí le pico algunas hojas de un libro. Este parecía ser el Hamlet de Shakespeare. Mientras en otra mezclaba el contenido de otro con tomate y cebolla. Decía “El Aleph” y su autor era Jorge Luis Borges. Mire incrédula, frotándome los ojos sin entender que estaba pasando.

“Adelante, acércate más” Me dijo el viejo. “¿Está usted loco?” Le pregunte. “Tal vez. Pero las mejores ideas nacen de mentes no sanas, ¿Sabías eso?”. Luego saco otro de los libros que parecía pertenecer al Marqués de Sade. “Ah” dijo “esto le da un poco de sabroso picante” y le pico unas pocas páginas. A Sade si lo conocía, de solo recordarlo no podía evitar sonrojarme. Lo había leído una vez con unas amigas en secreto en la biblio del cole. El viejo siguió cocinando como si nada. Mientras tarareaba una alegre canción que hablaba de barcos, chefs y amores portuarios. Luego le echo un condimento desconocido de un tarrito. Yo aún no decidía que hacer. Si salir corriendo o esperar a ver con que sorpresa podría salirme aquel viejo chiflado. Al final saco el agua de las pastas y lo mezclo todo, le agrego también un poco de queso parmesano. Tomó los dos platos de la mesa y sirvió. Saco una botella de vino que acaricio con cariño y sirvió dos copas. Luego me invito a sentarme y a disfrutar de su manjar libresco y exótico.

Ni loca como eso, pensé. Debe tener polvo de cucarachas e insectos. Hice una negativa con mi rostro. “Vamos sólo prueba. Si no te gusta lo dejas”. Lo mire con detenimiento. No, no podía comer eso. “Por mi” dijo guiñándome el ojo. Me di cuenta que el viejo insistiría una y otra vez. Que aquella invitación se reducía a esto. Tome pues mi tenedor y mi cuchara, agarre unos cuantos tallarines y me los metí en la boca. El sabor que sentí entonces es algo que me quedara grabado para siempre. El plato era terriblemente delicioso. Su sabor se multiplicaba en mi boca, seguía rutas diversas. Mi lengua moría de placer asesinada por sus tallarines principescos. Su salsa me hacía recorrer todos los sabores ricos que alguna vez había probado en uno solo: helado, crema de maní, torta, chocolate, carne, pescado, morrón, hamburguesa, queso, pizza, salsa y podría seguir. ¡Curiosamente no molestaba, ni chocaban el uno con el otro!

“Esta delicioso” dije “Es usted un genio”. El viejo me sonrió y comía muy satisfecho. “Vaya, Es un honor que una jovencilla tan linda y pila como tu aprecie mi comida” dijo sonriente. El gato se acercó coqueto con el objetivo de obtener algo de aquel plato. “No, Kafka, esto no es para ti. Hace poco te serví comida en tu plato” El gato maulló en protesta “No, no, aún estoy de duelo por la lata de atún macondiana que te comiste la semana pasada”. Me reí con su comentario. Comí animadamente. El viejo me pregunto de mis amigos. Le respondí más desenvuelta. Le dije que tenía pocos y le reafirme que el colegio me aburría mucho. Luego me pregunto por mis sueños. Le dije que quería ser odontóloga algún día como mi padre. Bromee con el hecho de que si pudiera recomendaría una dieta a base de libros como la que él preparaba. El viejo rio. Le dije que además me gustaría viajar por el mundo, conocer Paris y quizás un bello francés que me leyera poemas al lado del Sena. Me sorprendió lo rápido que estaba entrando en confianza con aquel desconocido. Me di cuenta que hasta ahora no sabía nada más de él. Decidí arriesgarme y le pregunte quien era, de donde venía y como había aprendido ese arte. La sonrisa del viejo decayó. Me miro triste. “¿Yo? Vivo hace mucho tiempo solo en este lugar con Kafka”. “No hablara en serio”, le dije, “Usted debe haber tenido muchas novias o amantes, cualquier mujer caería desmayada con su cocina”. El viejo sonrió. “Bueno, ¿quién sabe? Sin embargo si recuerdo una. Una que tenía ojos pequeños como dos rubíes y una sonrisa que aún tengo grabada en el lienzo de mi memoria”. “¿Qué paso con ella?” pregunte. El viejo suspiro y dijo: “Murió”. Lamente haber hecho esa pregunta. “No te preocupes”- dijo el viejo. “No me molestas, aunque debo reconocer que eres una jovencita bastante preguntona y curiosa”. Agache la cabeza. “Haces más preguntas que un niño en una Iglesia”. Me volví a reír. “Eso es bueno. Significa que aún no has perdido el espíritu indagador y crítico que cada vez es más escaso en estos días”.

Luego se paró, se acercó a la vitrola y coloco un viejo vinilo. Empezó a sonar una melodía alegre y movida. No reconocía que clase de música era, así que decidí preguntarle. “Es una milonga” dijo y luego me tendió su mano. “¿Me concede esta pieza señorita?” “Pero si no se bailar” argumente. “No te preocupes. Bailar no es algo que se aprende, es algo que nace del cuerpo y se reproduce en las piernas, como un vértigo, como un rayo, sin límites, ni condición”. “Bueno, si lo pone de esa manera”. Me pare y empezamos a bailar. Era una música atractiva, fascinante. Al principio nos movíamos despacio.  Poco a poco me deje llevar de la música y me deje guiar un poco por el viejo. Aquel hombre parecía en verdad muy feliz con aquello. Como si tuviera un momento pequeño de alegría en mucho tiempo, un instante de paz. Yo también me sentí feliz. Aceleramos el ritmo. Bailamos y bailamos. Dimos vueltas como trompos. Nos abrazamos y aquella música antigua y desconocida se apodero de mí. Fue un baile divertido y extraño; nostálgico y bello como una vieja estampa de otra época. Simplemente enigmático e indescriptible.

Hubiera querido seguir así el resto de la noche que apenas comenzaba, pero llego el momento de irme. Por qué ya era tarde. Salimos de la casa y Kafka maulló como en tono de despedida, le acaricie la cabeza. El viejo me acompaño hasta el lugar donde debía tomar el bus. Nos fuimos todo el recorrido conversando. Yo le hacía muchas preguntas. Le pregunte de que planeta venia. Me respondió: “Mira yo vengo de aquel planeta donde las personas ya no  se comunican de frente sino con parásitos móviles. Vengo del planeta donde una cruz vale más que un abrazo y un beso menos que un billete de papel.  Vengo de ESE planeta donde los políticos se parecen a changos que se creen pájaros y bailarinas semidesnudas muestran su trasero en la tv”. No pude evitar reírme con aquello. “Creo que conozco ese planeta” dije. “Tal vez no. Te sorprenderías lo que aún nos queda por conocer”. Así llegamos a la parada del bus. Me despedí con tristeza del viejo y le agradecí el gesto de invitarme de todo corazón. Para mi había sido una tarde mágica. El viejo hechicero me dijo que en agradecimiento solo quería una sonrisa. Así que le di la mejor. Mientras me subía al bus, el viejo se quitó su sombrero e hizo una reverencia. Me recosté contra la ventana y me puse a recordar la comida y el baile. Me sorprendí a mí misma riéndome, cuando recordé algunos gestos del anciano. Me di cuenta que quería volver.

Cuando llegue a casa intente hablar con mi padre sobre el viejo. Respondió con frases ambiguas y evasivas. Dijo estar cansado y se fue a dormir. Me fui entonces a la cama y me dormí pensando en libros que se echan al fuego y se convierten en tallarines deliciosos. En libros que comen cerebros humanos en venganza por su sufrir. En libros que juegan en pequeñas cuerdas a saltar y evadir el tiempo. En libros que quiero leer antes de morir. Al otro día, me desperté y fui al colegio. Deseaba que la tarde terminara rápido para volver. Me la pase haciendo pequeños aviones y dibujando rayas en mi cuaderno, esperando la oportunidad de volverlo a ver. ¿Estaba enamorada?, absurdo. Era un viejo. Nada de eso. Era como la sensación que sientes cuando ves a tu abuelo luego de mucho tiempo, una sensación a girasoles blancos que nacen en un campo pardo, de un color brillante que se perdió, pero que aún sigue allí.  Tocaron al fin la campana de salida y salí presurosa sin despedirme. Esperando encontrarle una vez más. Corrí hacia la banca donde estaba el día anterior. No estaba allí. Me imagine que estaba en su casa. Así que me metí por el camino que había recorrido y corrí. Lo recordaba como si lo hubiera soñado, se me hacía vago y no recordaba algunas partes. Pero me era extrañamente familiar y al final pude guiarme sin problema. Llegue al lugar y me lleve una triste sorpresa. Me frote los ojos, era imposible de creer lo que mis ojos me mostraban. La casa…No estaba ¡No había casa en forma de torta! ¿Dónde se había ido? No era posible. ¿Y si había sido un sueño? No. No era un sueño. Mi padre había hablado con él. Lo recordaba muy bien. No era un sueño me repetí. Pero, ¿Dónde estaba la casa? ¿Dónde estaba Kafka? ¿Dónde estaba el viejo hechicero? Se había evaporado. No quedaba ninguna huella. Ningún rastro de su sonrisa coqueta y su confortante voz.

Mire a mí alrededor por si había tomado el camino equivocado. Pero no era posible. Era ese el lugar donde estaba la casa en forma de torta, no lo había soñado. Mire triste. Pero no tenía nada más que hacer allí, así que me retire. Me fui a mi casa en el colectivo pensando en silencio. Recosté mi cabeza sobre la ventana. Empezó a llover. En vano pensaba que podía haber pasado y como una casa se evaporaba de un día para otro. Sencillamente no había explicación. No pude evitar que se me salieran las lágrimas. Había creído encontrar en el viejo un buen amigo. Uno único. No pude evitar llorar. Me sentía frustrada, sola. Puse mi cabeza en mis brazos y me quede dormida. Así llegue a casa y espere la noche a que regresara mi padre. Esta vez le indague con más fuerza sobre el viejo. Mi padre suspiró y me miró triste, al fin se decidió a hablar. Me conto que el sólo había visto al anciano una vez en su vida, cuando tenía más o menos mi edad. Que había sido una experiencia única. Que le sorprendió escuchar su voz en el celular, de darse cuenta que aún vivía. Pero que no sabía dónde habitaba. Cuando él lo había visto en otra época, lo había encontrado en un lugar diferente de la ciudad. En la misma casa en forma de torta y con el mismo gato. Yo le dije que eso no era posible. El me miró y me dijo que él tampoco lo entendía. No pude evitar contener las lágrimas. Me consoló y me dio un abrazo. Me dijo que la vida seguía y luego se fue a dormir.

No pude dormir esa noche. Soñé con un monstruo hecho de oscuridad que comía libros, gatos y tortas. Fue horrible. Me desperté al otro día y fui al cole. El día se me hizo monótono y gris. Mis amigas intentaban conversarme, pero poca bola les daba. Luego de insistir un rato y ver que yo contestaba seco y con monosílabos, se rindieron. Decidí buscar un espacio donde pudiera estar sola, donde me dejaran en paz, al menos por hoy. No quería ver a nadie. Llorando me puse a dibujar. Intente dibujar al viejo. No fui capaz. Ninguno de los dibujos me parecía lo suficientemente bueno. Siempre que llevaba más o menos el dibujo en la mitad rasgaba la hoja y la tiraba en una caneca cercana. Era su sonrisa lo que más me costaba dibujar. Al momento de estar allí, llego una pareja de novios y se hizo cerca. Empezaron a besarse y a decirse cosas cursis que entraban en el cliché. Me aburrí de aquella escena de mal gusto y decidí buscar otro lugar. Pero no sabía a donde ir, no sabía dónde perderme. No sabía dónde podría curar esta ausencia que hoy me lastimaba como un hueco en el estómago, como una pequeña mariposa que volaba lejos y se dirigía a las montañas, desplazándose con el viento hasta desaparecer.

Decidí entrar a la biblioteca. Allí solo había una estudiante obesa que solían molestar en clase. Estaba leyendo “las aventuras de Hunckleberry Finn” de Mark Twain. Me miró asustada, como si temiera que me fuera a acercar a ella. No lo hice. Me senté en una mesa aparte. Decidí buscar algo que tuviera que ver con el Aleph, con aquel delicioso plato que había probado.  Encontré el libro que el viejo había cocinado: El Aleph, de Jorge Luis Borges. El tal Borges resultó ser un escritor argentino de cierto reconocimiento. Leí atentamente su libro. Tenía varios cuentos. Todos bastante fantásticos y en algunos casos, no encontraba la palabra para describirlos, delirantes, creo que es la más acertada. El aleph en específico, trataba de un sujeto que tenía una especie de orbe o cosa en su sótano muy especial. “Un punto que contiene todos los puntos del universo” decía el texto. Luego me pareció oír la voz del viejo que decía: “Un sabor que contiene todos los sabores”. Ahora entendía aquello de la salsa alephica. Yo la había sentido: Pollo, carne, pescado, pasta, lentejas, frijoles, cebolla, ajo, morrón, pimienta, tomillo, tomate, chicle, helado. Una salsa con todos los sabores en uno y uno en todos los sabores. Todo estaba allí. Yo lo había probado, lo había sentido en mi paladar.

Entonces comprendí. Comprendí lo que el viejo había querido decirme. La razón por la cual se me había aparecido en la tarde del día anterior. Ese era el mensaje. Al final el sabor seguía allí en cada libro, en cada página. El ojo era a la vez una lengua que saboreaba las letras y cada historia. Eran sabores que podían despertar todos nuestros sentidos, generar una explosión de placer. Comprendí también que un libro que no se saboreaba era un libro vacío, que no servía. Por ello, la gente no leía, porque no sabía encontrar los sabores. No sabía alimentar su cerebro de magia y poesía. Su paladar no estaba acostumbrado. Era un gusto adquirido, un placer por construir. Extrañaba al viejo, pero comprendí cuál era su intención. Quizás fue sólo un ángel, una aparición, un hechicero venido de otras épocas, que capturo el instante en una olla y lo sirvió en un plato de tallarines con carne de papel. Él me había iniciado en aquel camino, no había retorno, no podía volver. Así que tome el libro de Borges y lo abrí en una página al azar. Saque mi lengua, me saboree los labios y empecé a leer.

jueves, 20 de marzo de 2014

Bienvenidos



 Supongo que cuando se abre un espacio, más en este mundo vasto que es la internet, es difícil saber con que puedes encontrarte. Siempre está ese misterio de abrir una puerta y de no saber que hay más adelante, quizás un espacio que excede nuestra mente y que está más allá de toda contemplación: ilocalizable, etéreo, fugaz. Un espacio que puede albergar un pequeño ratón o un tigre dispuesto a devorarte. Un espacio donde se materializan los sueños y la imaginación se sienta a tomar una taza de café. Pienso que, detrás de cada significante, de cada cadena o unión de palabras hay siempre un misterio, un enigma que va más allá de la repetición y el desgaste. Es precisamente la literatura la que permite no desentrañar, pero si insertarse de lleno en el enigma, ser parte de él y ¿por qué no? forjar nuevos devenires individuales. Letras del Retiro se constituye entonces como un espacio para iniciar nuevos trayectos y devenires, comenzar a caminar senderos desconocidos de la memoria y el olvido. La escritura se convierte en este caso en un medio, una barca, un pequeño burro o un bastón que nos permite recorrer y explotar mejor estos senderos, dejar un registro de nuestras percepciones, de nuestros miedos, anhelos y deseos.

En este blog compartiré con ustedes algunas herramientas, técnicas y estrategias para mejorar sus textos. Además de fragmentos de autores reconocidos que sirvan como ejemplo o teoría del ejercicio que se va a poner a continuación. Espero que el blog les ayude a mejorar sus textos y a potenciar la creatividad. La escritura es una disciplina y una amante exigente que, como tal, exige el tiempo que se merece. Exige al menos un momento en la semana, para tener un dialogo con la hoja y con un lápiz dejarse llevar un poco por el delirio, la emoción y las ansias de crear.

Espero entonces que este se convierta en un espacio por y para la escritura; esa será su función principal. Un espacio para compartir reflexiones sobre el artificio y el quehacer del escritor. Además de fragmentos de cuentos, poemas y novelas que sirvan como ejemplo de lo que se esté aprendiendo en el trascurso del taller. Quiero pensar en un blog dialógico, que no se cierre y que permanezca en constante movimiento e intercambio. Esto es claramente una invitación a que participen, a que sean parte de este proyecto y que podamos juntos aprender. Espero queden impregnadas aquí, algunas pequeñas huellas de nuestros trayectos, de este apasionante viaje a través de lenguaje que implica la escritura. No siendo más sean bienvenidos y espero disfruten este espacio.